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domingo, abril 27, 2025
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El clamoroso silencio de los animales

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En mayo de 1993 fue secuestrada de su espacio natural, en África, y trasladada a Buenos Aires, en donde viviría desde entonces en una prisión de cemento denominada Templo Hindú. Pasaron 32 años antes de que, tras un viaje que duró cinco días y en el que hubo de atravesar 2.700 kilómetros, Pupy fuera liberada en el Mato Grosso brasileño el 18 de abril pasado. Tiene 35 años y es la última elefanta cautiva que quedaba en el Ecoparque porteño. Su llegada al Global Sanctuary for Elephants, el hábitat selvático que compartirá con ejemplares de su especie que vivieron sus propios cautiverios en zoológicos, circos y otras cárceles de diversos lugares del planeta. La experiencia fue noticia mundial y se celebró como una “liberación”.

Más allá de las loables intenciones del emprendimiento, Pupy sigue al servicio de los humanos. Su rescate no deja de ser un analgésico para la conciencia culpable de quienes, en número creciente, revisan el vínculo perverso que, a lo largo de siglos, existe entre humanos y animales. “Liberar” animales en cautiverio (desde elefantes como Pupy hasta caballos sometidos a tareas extenuantes y criminales, pasando por diferentes especies forzadas a proporcionar rentas o entretenimiento) tiene un inocultable tinte de superioridad moral. En realidad, ningún animal necesita ser liberado a menos que haya sido previamente capturado o sometido por humanos. No se lo libera de una fatalidad, sino del martirio al que sufre a manos de la más depredadora de las especies conocidas: la humana. Mientras tanto, queda pendiente una respuesta a la pregunta esencial que plantea el filósofo y etólogo francés Dominique Lestel: ¿qué es un animal, cómo podemos respetar el lugar que merece en nuestras sociedades, qué podemos y que no podemos ni debemos hacer en nuestra convivencia con él?

“Liberar” animales en cautiverio (desde elefantes como Pupy hasta caballos sometidos a tareas extenuantes y criminales, pasando por diferentes especies forzadas a proporcionar rentas o entretenimiento) tiene un inocultable tinte de superioridad moral

Lestel comenzó a profundizar en estas cuestiones en la década de los años 90 y plasmó sus reflexiones cinco años atrás en un libro a la vez revulsivo y conmovedor titulado Nosotros somos los otros animales. Es decir, no somos más que ellos, sólo somos diferentes y se trata de construir vidas comunes, cimentar vínculos de convivencia, no de sometimiento, no de destrucción de sus hábitats. Somos los “otros” de los animales. Frente a un pájaro, cuenta Lestel en su libro, él procura verse a sí mismo con los ojos del pájaro. ¿Qué se ve? ¿Qué se siente? ¿Cómo nos sentiríamos si recibiéramos de esos seres “distintos de los humanos” (como elige definirlos) el trato que solemos propinarles a ellos? Menudo interrogante, sobre todo cuando (sumergidos en una epidemia de narcisismo, de indiferencia y de egoísmo) a tantos humanos les cuesta ponerse en lugar de otro de su misma especie, aceptar o al menos concebir la diversidad, registrar dolores o necesidades ajenas. Es necesario convivir para comprender, escribe Lestel. Ni siquiera se trata de “amar” a los animales, subraya, sino de entender que la armonía del mundo depende de la convivencia de todas las especies vivientes. A través de sus conductas y hábitos depredadores y de su pretensión de ser la especie dominante, dice Lestel, el humano termina por degradar la vida del planeta. Producto de ello, advierte, los animales contemporáneos no viven su propia vida. A pesar de la celebración y el reconocimiento que merece su traslado al Mato Grosso, tampoco allí la bella Pupy vivirá su propia vida. Esta debería haber transcurrido en su lugar natal, sin la contaminación de la presencia humana.

En El silencio de los animales, uno de sus deslumbrantes y siempre agudos ensayos, el inglés John Gray, gran pensador de este tiempo, apunta: “El animal humano busca en el silencio un alivio para el hecho de ser quien es, con el anhelo de redimirse de sí mismo. Los otros animales viven en silencio porque no necesitan redimirse”. El silencio de los animales dice mucho sobre los humanos si se aprende a escucharlo.

En mayo de 1993 fue secuestrada de su espacio natural, en África, y trasladada a Buenos Aires, en donde viviría desde entonces en una prisión de cemento denominada Templo Hindú. Pasaron 32 años antes de que, tras un viaje que duró cinco días y en el que hubo de atravesar 2.700 kilómetros, Pupy fuera liberada en el Mato Grosso brasileño el 18 de abril pasado. Tiene 35 años y es la última elefanta cautiva que quedaba en el Ecoparque porteño. Su llegada al Global Sanctuary for Elephants, el hábitat selvático que compartirá con ejemplares de su especie que vivieron sus propios cautiverios en zoológicos, circos y otras cárceles de diversos lugares del planeta. La experiencia fue noticia mundial y se celebró como una “liberación”.

Más allá de las loables intenciones del emprendimiento, Pupy sigue al servicio de los humanos. Su rescate no deja de ser un analgésico para la conciencia culpable de quienes, en número creciente, revisan el vínculo perverso que, a lo largo de siglos, existe entre humanos y animales. “Liberar” animales en cautiverio (desde elefantes como Pupy hasta caballos sometidos a tareas extenuantes y criminales, pasando por diferentes especies forzadas a proporcionar rentas o entretenimiento) tiene un inocultable tinte de superioridad moral. En realidad, ningún animal necesita ser liberado a menos que haya sido previamente capturado o sometido por humanos. No se lo libera de una fatalidad, sino del martirio al que sufre a manos de la más depredadora de las especies conocidas: la humana. Mientras tanto, queda pendiente una respuesta a la pregunta esencial que plantea el filósofo y etólogo francés Dominique Lestel: ¿qué es un animal, cómo podemos respetar el lugar que merece en nuestras sociedades, qué podemos y que no podemos ni debemos hacer en nuestra convivencia con él?

“Liberar” animales en cautiverio (desde elefantes como Pupy hasta caballos sometidos a tareas extenuantes y criminales, pasando por diferentes especies forzadas a proporcionar rentas o entretenimiento) tiene un inocultable tinte de superioridad moral

Lestel comenzó a profundizar en estas cuestiones en la década de los años 90 y plasmó sus reflexiones cinco años atrás en un libro a la vez revulsivo y conmovedor titulado Nosotros somos los otros animales. Es decir, no somos más que ellos, sólo somos diferentes y se trata de construir vidas comunes, cimentar vínculos de convivencia, no de sometimiento, no de destrucción de sus hábitats. Somos los “otros” de los animales. Frente a un pájaro, cuenta Lestel en su libro, él procura verse a sí mismo con los ojos del pájaro. ¿Qué se ve? ¿Qué se siente? ¿Cómo nos sentiríamos si recibiéramos de esos seres “distintos de los humanos” (como elige definirlos) el trato que solemos propinarles a ellos? Menudo interrogante, sobre todo cuando (sumergidos en una epidemia de narcisismo, de indiferencia y de egoísmo) a tantos humanos les cuesta ponerse en lugar de otro de su misma especie, aceptar o al menos concebir la diversidad, registrar dolores o necesidades ajenas. Es necesario convivir para comprender, escribe Lestel. Ni siquiera se trata de “amar” a los animales, subraya, sino de entender que la armonía del mundo depende de la convivencia de todas las especies vivientes. A través de sus conductas y hábitos depredadores y de su pretensión de ser la especie dominante, dice Lestel, el humano termina por degradar la vida del planeta. Producto de ello, advierte, los animales contemporáneos no viven su propia vida. A pesar de la celebración y el reconocimiento que merece su traslado al Mato Grosso, tampoco allí la bella Pupy vivirá su propia vida. Esta debería haber transcurrido en su lugar natal, sin la contaminación de la presencia humana.

En El silencio de los animales, uno de sus deslumbrantes y siempre agudos ensayos, el inglés John Gray, gran pensador de este tiempo, apunta: “El animal humano busca en el silencio un alivio para el hecho de ser quien es, con el anhelo de redimirse de sí mismo. Los otros animales viven en silencio porque no necesitan redimirse”. El silencio de los animales dice mucho sobre los humanos si se aprende a escucharlo.

 La llegada de la elefanta Pupy a un santuario brasileño invita a pensar en los vínculos entre los seres humanos y el mundo natural  LA NACION