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viernes, junio 6, 2025
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Worth, padre de la alta costura

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Por fin, después de las grandes exposiciones dedicadas a los couturiers del siglo XX (Christian Dior, Schiaparelli, Chanel, Saint Laurent, Cardin) le tocó el turno al inglés Charles Frederick Worth (1825-1895). Este año se cumple el bicentenario de su nacimiento. Correspondía entonces rendirle homenaje en un lugar tan noble como bello e imponente y es así que el Petit Palais le abre sus puertas ahora al “inventor” del miriñaque y el polisón, con una muestra que continuará todo el verano, hasta el 7 de septiembre.

El oasis espiritual que León XIV inauguró en Buenos Aires: 45 mil joyas antiguas para descubrir

Worth es considerado “el padre de la alta costura”, de la prenda única y firmada. Hizo su carrera en París, en el final del siglo XIX. Mientras daba bases sólidas a su maison, recorrió las etapas que habrían de recorrer quien fuera, a la vez, empresario de la marca. Su esposa, Marie Augustine Vernet, una mujer de un gran encanto, era un as de las relaciones públicas y de la venta. A partir del momento en que él comenzó con su negocio en el edificio de ocho pisos del 7 de la rue de la Paix –la calle del lujo que arrancaba de, o terminaba en, la plaza Vendôme–. Charles Frederick, su esposa y, más tarde, sus hijos, Gaston y Jean Philippe estuvieron consagrados al desarrollo de la empresa en Francia y en el extranjero.

La perfección en la hechura era un punto de honor de la casa. El inglés era el couturier de las emperatrices. Dos de las mujeres más hermosas de la alta sociedad, más aún, las dos emperatrices más hermosas y elegantes de Europa se vestían allí: la emperatriz Eugenia, casada con el emperador Napoleón III, le permitió a Worth que aclarara su condición de proveedor de la ropa de la soberana, lo que lo puso en un nivel hasta ese momento inalcanzable para el resto de los modistos de Francia. Pero había otra mujer bellísima y encumbrada de la realeza europea que también recurría a él, nada menos que Isabel, la casi legendaria Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría. Por lo tanto, no era incorrecto decir que Charles Frederick era el couturier de las emperatrices. Por una vez, las dos monarcas eran ejemplos de poder y hermosura.

Había una tercera reina sin corona que recurría a este talentoso señor. La llamaban la Reina de la República: la princesa Elizabeth de Caraman Chimay, condesa de Greffulhe (1860-1952), a la que Marcel Proust tomó como principal modelo de uno de los personajes más fascinantes de En busca del tiempo perdido: la duquesa de Guermantes. De ella, hay una foto que la muestra frente a un espejo, vestida con una de las creaciones más inspiradas de Worth, el llamado “vestido de los lirios”. Pocas veces, una prenda encontró una “intérprete” más adecuada. Los lirios suben por la imponente cola hacia la cintura de esa criatura irreal para realzar aún más el esplendor de esa flor feérica.

Cuando Luchino Visconti empezó a trabajar en un proyecto de llevar a la pantalla En busca del tiempo perdido, uno de los problemas era encontrar una actriz que pudiera ser la duquesa de Guermantes. Le propusieron una lista de mujeres muy hermosas, una de ellas era la italiana Eleonora Rossi Drago (hasta se habló de Greta Garbo, claro, todos se la imaginaban como había sido, pero la realidad era muy distinta. En cambio, Eleonora…). La adaptación nunca llegó a los cines.

Otro de los aciertos comerciales y de buen gusto de Worth fue crear perfumes con su marca en seductores frascos concebidos como esculturas y con el color emblemático de la firma, el “azul Worth”: un azul nocturno que invitaba a perderse en ensueños. Charles Frederick se preocupó hasta de fijar cuáles eran las fechas más favorables para lanzar las colecciones de invierno y las de verano. Mientras dio forma a su vida, había moldeado lo que sería la alta costura y la vida de los artistas-empresarios que se encargaran de ese nuevo campo de trabajo y creación.

Por fin, después de las grandes exposiciones dedicadas a los couturiers del siglo XX (Christian Dior, Schiaparelli, Chanel, Saint Laurent, Cardin) le tocó el turno al inglés Charles Frederick Worth (1825-1895). Este año se cumple el bicentenario de su nacimiento. Correspondía entonces rendirle homenaje en un lugar tan noble como bello e imponente y es así que el Petit Palais le abre sus puertas ahora al “inventor” del miriñaque y el polisón, con una muestra que continuará todo el verano, hasta el 7 de septiembre.

El oasis espiritual que León XIV inauguró en Buenos Aires: 45 mil joyas antiguas para descubrir

Worth es considerado “el padre de la alta costura”, de la prenda única y firmada. Hizo su carrera en París, en el final del siglo XIX. Mientras daba bases sólidas a su maison, recorrió las etapas que habrían de recorrer quien fuera, a la vez, empresario de la marca. Su esposa, Marie Augustine Vernet, una mujer de un gran encanto, era un as de las relaciones públicas y de la venta. A partir del momento en que él comenzó con su negocio en el edificio de ocho pisos del 7 de la rue de la Paix –la calle del lujo que arrancaba de, o terminaba en, la plaza Vendôme–. Charles Frederick, su esposa y, más tarde, sus hijos, Gaston y Jean Philippe estuvieron consagrados al desarrollo de la empresa en Francia y en el extranjero.

La perfección en la hechura era un punto de honor de la casa. El inglés era el couturier de las emperatrices. Dos de las mujeres más hermosas de la alta sociedad, más aún, las dos emperatrices más hermosas y elegantes de Europa se vestían allí: la emperatriz Eugenia, casada con el emperador Napoleón III, le permitió a Worth que aclarara su condición de proveedor de la ropa de la soberana, lo que lo puso en un nivel hasta ese momento inalcanzable para el resto de los modistos de Francia. Pero había otra mujer bellísima y encumbrada de la realeza europea que también recurría a él, nada menos que Isabel, la casi legendaria Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría. Por lo tanto, no era incorrecto decir que Charles Frederick era el couturier de las emperatrices. Por una vez, las dos monarcas eran ejemplos de poder y hermosura.

Había una tercera reina sin corona que recurría a este talentoso señor. La llamaban la Reina de la República: la princesa Elizabeth de Caraman Chimay, condesa de Greffulhe (1860-1952), a la que Marcel Proust tomó como principal modelo de uno de los personajes más fascinantes de En busca del tiempo perdido: la duquesa de Guermantes. De ella, hay una foto que la muestra frente a un espejo, vestida con una de las creaciones más inspiradas de Worth, el llamado “vestido de los lirios”. Pocas veces, una prenda encontró una “intérprete” más adecuada. Los lirios suben por la imponente cola hacia la cintura de esa criatura irreal para realzar aún más el esplendor de esa flor feérica.

Cuando Luchino Visconti empezó a trabajar en un proyecto de llevar a la pantalla En busca del tiempo perdido, uno de los problemas era encontrar una actriz que pudiera ser la duquesa de Guermantes. Le propusieron una lista de mujeres muy hermosas, una de ellas era la italiana Eleonora Rossi Drago (hasta se habló de Greta Garbo, claro, todos se la imaginaban como había sido, pero la realidad era muy distinta. En cambio, Eleonora…). La adaptación nunca llegó a los cines.

Otro de los aciertos comerciales y de buen gusto de Worth fue crear perfumes con su marca en seductores frascos concebidos como esculturas y con el color emblemático de la firma, el “azul Worth”: un azul nocturno que invitaba a perderse en ensueños. Charles Frederick se preocupó hasta de fijar cuáles eran las fechas más favorables para lanzar las colecciones de invierno y las de verano. Mientras dio forma a su vida, había moldeado lo que sería la alta costura y la vida de los artistas-empresarios que se encargaran de ese nuevo campo de trabajo y creación.

 Por fin, después de las grandes exposiciones dedicadas a los couturiers del siglo XX (Christian Dior, Schiaparelli, Chanel, Saint Laurent, Cardin) le tocó el turno al inglés Charles Frederick Worth (1825-1895). Este año se cumple el bicentenario de su nacimiento. Correspondía entonces rendirle homenaje en un lugar tan noble como bello e imponente y es así que el Petit Palais le abre sus puertas ahora al “inventor” del miriñaque y el polisón, con una muestra que continuará todo el verano, hasta el 7 de septiembre.El oasis espiritual que León XIV inauguró en Buenos Aires: 45 mil joyas antiguas para descubrirWorth es considerado “el padre de la alta costura”, de la prenda única y firmada. Hizo su carrera en París, en el final del siglo XIX. Mientras daba bases sólidas a su maison, recorrió las etapas que habrían de recorrer quien fuera, a la vez, empresario de la marca. Su esposa, Marie Augustine Vernet, una mujer de un gran encanto, era un as de las relaciones públicas y de la venta. A partir del momento en que él comenzó con su negocio en el edificio de ocho pisos del 7 de la rue de la Paix –la calle del lujo que arrancaba de, o terminaba en, la plaza Vendôme–. Charles Frederick, su esposa y, más tarde, sus hijos, Gaston y Jean Philippe estuvieron consagrados al desarrollo de la empresa en Francia y en el extranjero.La perfección en la hechura era un punto de honor de la casa. El inglés era el couturier de las emperatrices. Dos de las mujeres más hermosas de la alta sociedad, más aún, las dos emperatrices más hermosas y elegantes de Europa se vestían allí: la emperatriz Eugenia, casada con el emperador Napoleón III, le permitió a Worth que aclarara su condición de proveedor de la ropa de la soberana, lo que lo puso en un nivel hasta ese momento inalcanzable para el resto de los modistos de Francia. Pero había otra mujer bellísima y encumbrada de la realeza europea que también recurría a él, nada menos que Isabel, la casi legendaria Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría. Por lo tanto, no era incorrecto decir que Charles Frederick era el couturier de las emperatrices. Por una vez, las dos monarcas eran ejemplos de poder y hermosura. Había una tercera reina sin corona que recurría a este talentoso señor. La llamaban la Reina de la República: la princesa Elizabeth de Caraman Chimay, condesa de Greffulhe (1860-1952), a la que Marcel Proust tomó como principal modelo de uno de los personajes más fascinantes de En busca del tiempo perdido: la duquesa de Guermantes. De ella, hay una foto que la muestra frente a un espejo, vestida con una de las creaciones más inspiradas de Worth, el llamado “vestido de los lirios”. Pocas veces, una prenda encontró una “intérprete” más adecuada. Los lirios suben por la imponente cola hacia la cintura de esa criatura irreal para realzar aún más el esplendor de esa flor feérica. Cuando Luchino Visconti empezó a trabajar en un proyecto de llevar a la pantalla En busca del tiempo perdido, uno de los problemas era encontrar una actriz que pudiera ser la duquesa de Guermantes. Le propusieron una lista de mujeres muy hermosas, una de ellas era la italiana Eleonora Rossi Drago (hasta se habló de Greta Garbo, claro, todos se la imaginaban como había sido, pero la realidad era muy distinta. En cambio, Eleonora…). La adaptación nunca llegó a los cines.Otro de los aciertos comerciales y de buen gusto de Worth fue crear perfumes con su marca en seductores frascos concebidos como esculturas y con el color emblemático de la firma, el “azul Worth”: un azul nocturno que invitaba a perderse en ensueños. Charles Frederick se preocupó hasta de fijar cuáles eran las fechas más favorables para lanzar las colecciones de invierno y las de verano. Mientras dio forma a su vida, había moldeado lo que sería la alta costura y la vida de los artistas-empresarios que se encargaran de ese nuevo campo de trabajo y creación.  LA NACION