
Estoy leyendo un libro que hace años quiero leer. Pero por años no lo encontré en ninguna librería porque, me decían, aún no había llegado al país y luego una amiga me comentó que lo tenía pero no quise leerlo prestado. Tampoco en el Kindle. Así que esperé, esperé demasiado, y hace poco más de un año lo vi, lo compré y por alguna razón recién lo empecé hace unas semanas. El tiempo y mis tiempos. El libro es El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean, y la primera vez que me lo recomendaron fue en 2014.
Me pasa lo mismo que me pasó, por ejemplo, con la ciudad de Río de Janeiro. Yo hago esto mucho. Me convenzo de que las cosas me gustan antes de conocerlas y ahí me quedo, firme, soy una pequeña piedra de toneladas. Lo busqué decidida a que me iba a encantar y así empecé a leerlo, encantada. Es muy útil esto del convencimiento inamovible porque estoy chocha desde las primeras páginas, me pregunto por qué no podré llevar esta metodología a todos mis lados.
El libro cuenta una historia real, la de un hombre que está obsesionado con las orquídeas y que es investigado por haber robado ejemplares de un pantano del que no se puede sacar nada porque lo ordena la ley. Así, con una escritura precisa y delicada, la autora además dice todo lo que puede sobre estas plantas, las describe, las clasifica y les da espacio a una serie de personajes que fueron cardinales para que ahora en las películas con casas de millones siempre haya o en la cocina o en el comedor o en el baño unas de estas plantas, mejor en blanco, con esas varas espigadas que son como cuellos de cisnes merecedores de medallas en concursos y esas flores de pétalos que bien podrían ser tela para el vestido de la reina del mundo, y ese centro único que se llama “labelo” y que de tan extraño y un poco feo es lo más atractivo.
Y en medio de esta cosa preciosa que el libro monta entre lo que relata y cómo y las orquídeas, explica un sistema estupendo que no me pude sacar de la cabeza. En varios países hay residencias para orquídeas. Un lugar al que llevarlas para que las cuiden. Funcionan de este modo: sus dueños las dejan cuando no tienen flores y pagan miles de dólares para que profesionales del tema se encarguen de que vuelvan a florecer (los que saben saben que no es fácil) y entonces los llamen y les digan “ya podés venir a buscarla, está divina”. Es el sistema de la preciosura. Quienes tienen muchas plantas lo usan a la perfección: consiguen alternar los tiempos para siempre tener a la vista una vara repleta de flores. Lo demás no se ve. Los meses en que la orquídea en verdad es una maceta con cuatro hojas verdes largas y sin pretensiones, la dedicación para que siga creciendo, el riego minucioso, el control de la temperatura, las gotitas de fertilizante, el esfuerzo, todo eso se tapa.
Yo también podría pagar para tener algo como esto, a alguien que se encargue de asegurarse que todo lo que tenga a mi alrededor sea lindo. Basta de macetas con plantas secas, mails con cuentas a pagar, médicos que hablan de valores en sangre que tendrían que dar mejor, llamadas para dar malas noticias, lágrimas, dolores de muelas. Basta, que de esto se encargue otro.
Creo que antes de leer el libro lo intenté sin saber. En pandemia comencé a comprar orquídeas, la necesidad de belleza por aquellos días lo valía, llegué a tener seis pero no pude hacerlas florecer de nuevo y se las entregué a una amiga de mi madre, que las colecciona desde hace años: tiene más de cincuenta en su departamento y el sol indicado para que les vaya bien. Mi intención era que las cuidara por unos meses, las recuperara y me las devolviera. Pero hace algunas semanas consulté por las novedades de mis plantas y me sentí una niña que pregunta adónde fue su pajarito que antes estaba en la jaula del patio. “No Lola, no quedó nada”, me dijo.
Estoy leyendo un libro que hace años quiero leer. Pero por años no lo encontré en ninguna librería porque, me decían, aún no había llegado al país y luego una amiga me comentó que lo tenía pero no quise leerlo prestado. Tampoco en el Kindle. Así que esperé, esperé demasiado, y hace poco más de un año lo vi, lo compré y por alguna razón recién lo empecé hace unas semanas. El tiempo y mis tiempos. El libro es El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean, y la primera vez que me lo recomendaron fue en 2014.
Me pasa lo mismo que me pasó, por ejemplo, con la ciudad de Río de Janeiro. Yo hago esto mucho. Me convenzo de que las cosas me gustan antes de conocerlas y ahí me quedo, firme, soy una pequeña piedra de toneladas. Lo busqué decidida a que me iba a encantar y así empecé a leerlo, encantada. Es muy útil esto del convencimiento inamovible porque estoy chocha desde las primeras páginas, me pregunto por qué no podré llevar esta metodología a todos mis lados.
El libro cuenta una historia real, la de un hombre que está obsesionado con las orquídeas y que es investigado por haber robado ejemplares de un pantano del que no se puede sacar nada porque lo ordena la ley. Así, con una escritura precisa y delicada, la autora además dice todo lo que puede sobre estas plantas, las describe, las clasifica y les da espacio a una serie de personajes que fueron cardinales para que ahora en las películas con casas de millones siempre haya o en la cocina o en el comedor o en el baño unas de estas plantas, mejor en blanco, con esas varas espigadas que son como cuellos de cisnes merecedores de medallas en concursos y esas flores de pétalos que bien podrían ser tela para el vestido de la reina del mundo, y ese centro único que se llama “labelo” y que de tan extraño y un poco feo es lo más atractivo.
Y en medio de esta cosa preciosa que el libro monta entre lo que relata y cómo y las orquídeas, explica un sistema estupendo que no me pude sacar de la cabeza. En varios países hay residencias para orquídeas. Un lugar al que llevarlas para que las cuiden. Funcionan de este modo: sus dueños las dejan cuando no tienen flores y pagan miles de dólares para que profesionales del tema se encarguen de que vuelvan a florecer (los que saben saben que no es fácil) y entonces los llamen y les digan “ya podés venir a buscarla, está divina”. Es el sistema de la preciosura. Quienes tienen muchas plantas lo usan a la perfección: consiguen alternar los tiempos para siempre tener a la vista una vara repleta de flores. Lo demás no se ve. Los meses en que la orquídea en verdad es una maceta con cuatro hojas verdes largas y sin pretensiones, la dedicación para que siga creciendo, el riego minucioso, el control de la temperatura, las gotitas de fertilizante, el esfuerzo, todo eso se tapa.
Yo también podría pagar para tener algo como esto, a alguien que se encargue de asegurarse que todo lo que tenga a mi alrededor sea lindo. Basta de macetas con plantas secas, mails con cuentas a pagar, médicos que hablan de valores en sangre que tendrían que dar mejor, llamadas para dar malas noticias, lágrimas, dolores de muelas. Basta, que de esto se encargue otro.
Creo que antes de leer el libro lo intenté sin saber. En pandemia comencé a comprar orquídeas, la necesidad de belleza por aquellos días lo valía, llegué a tener seis pero no pude hacerlas florecer de nuevo y se las entregué a una amiga de mi madre, que las colecciona desde hace años: tiene más de cincuenta en su departamento y el sol indicado para que les vaya bien. Mi intención era que las cuidara por unos meses, las recuperara y me las devolviera. Pero hace algunas semanas consulté por las novedades de mis plantas y me sentí una niña que pregunta adónde fue su pajarito que antes estaba en la jaula del patio. “No Lola, no quedó nada”, me dijo.
Estoy leyendo un libro que hace años quiero leer. Pero por años no lo encontré en ninguna librería porque, me decían, aún no había llegado al país y luego una amiga me comentó que lo tenía pero no quise leerlo prestado. Tampoco en el Kindle. Así que esperé, esperé demasiado, y hace poco más de un año lo vi, lo compré y por alguna razón recién lo empecé hace unas semanas. El tiempo y mis tiempos. El libro es El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean, y la primera vez que me lo recomendaron fue en 2014.Me pasa lo mismo que me pasó, por ejemplo, con la ciudad de Río de Janeiro. Yo hago esto mucho. Me convenzo de que las cosas me gustan antes de conocerlas y ahí me quedo, firme, soy una pequeña piedra de toneladas. Lo busqué decidida a que me iba a encantar y así empecé a leerlo, encantada. Es muy útil esto del convencimiento inamovible porque estoy chocha desde las primeras páginas, me pregunto por qué no podré llevar esta metodología a todos mis lados.El libro cuenta una historia real, la de un hombre que está obsesionado con las orquídeas y que es investigado por haber robado ejemplares de un pantano del que no se puede sacar nada porque lo ordena la ley. Así, con una escritura precisa y delicada, la autora además dice todo lo que puede sobre estas plantas, las describe, las clasifica y les da espacio a una serie de personajes que fueron cardinales para que ahora en las películas con casas de millones siempre haya o en la cocina o en el comedor o en el baño unas de estas plantas, mejor en blanco, con esas varas espigadas que son como cuellos de cisnes merecedores de medallas en concursos y esas flores de pétalos que bien podrían ser tela para el vestido de la reina del mundo, y ese centro único que se llama “labelo” y que de tan extraño y un poco feo es lo más atractivo.Y en medio de esta cosa preciosa que el libro monta entre lo que relata y cómo y las orquídeas, explica un sistema estupendo que no me pude sacar de la cabeza. En varios países hay residencias para orquídeas. Un lugar al que llevarlas para que las cuiden. Funcionan de este modo: sus dueños las dejan cuando no tienen flores y pagan miles de dólares para que profesionales del tema se encarguen de que vuelvan a florecer (los que saben saben que no es fácil) y entonces los llamen y les digan “ya podés venir a buscarla, está divina”. Es el sistema de la preciosura. Quienes tienen muchas plantas lo usan a la perfección: consiguen alternar los tiempos para siempre tener a la vista una vara repleta de flores. Lo demás no se ve. Los meses en que la orquídea en verdad es una maceta con cuatro hojas verdes largas y sin pretensiones, la dedicación para que siga creciendo, el riego minucioso, el control de la temperatura, las gotitas de fertilizante, el esfuerzo, todo eso se tapa.Yo también podría pagar para tener algo como esto, a alguien que se encargue de asegurarse que todo lo que tenga a mi alrededor sea lindo. Basta de macetas con plantas secas, mails con cuentas a pagar, médicos que hablan de valores en sangre que tendrían que dar mejor, llamadas para dar malas noticias, lágrimas, dolores de muelas. Basta, que de esto se encargue otro.Creo que antes de leer el libro lo intenté sin saber. En pandemia comencé a comprar orquídeas, la necesidad de belleza por aquellos días lo valía, llegué a tener seis pero no pude hacerlas florecer de nuevo y se las entregué a una amiga de mi madre, que las colecciona desde hace años: tiene más de cincuenta en su departamento y el sol indicado para que les vaya bien. Mi intención era que las cuidara por unos meses, las recuperara y me las devolviera. Pero hace algunas semanas consulté por las novedades de mis plantas y me sentí una niña que pregunta adónde fue su pajarito que antes estaba en la jaula del patio. “No Lola, no quedó nada”, me dijo. LA NACION