
Si algo no le falta a la literatura son excéntricos. El adjetivo se usa como sinónimo de original: un excéntrico (Kafka, digamos) es el que firma una obra inclasificable. Pero en algunos escritores (Kafka incluido) existe además una extravagancia complementaria, la más común, la del carácter. Para los románticos fue una bandera. También para los decadentistas del siglo XIX, que tuvieron su propia biblia en A contrapelo, de J-K. Huysmans. Al escribir sobre Poe, Verlaine y otros, Rubén Darío no dudó: los llamó los “raros”.
Pero hay otros autores excéntricos de más difícil clasificación. Pienso en Arthur Cravan (1887-1918) y sus Cartas a Mina Loy. Después de haber despachado unas líneas sobre él hace semanas, se me ocurrió que en realidad Cravan ejemplifica dos modelos en aparente colisión: por un lado, el del iconoclasta de las vanguardias de comienzos del siglo pasado; por otro, el de aquellos mismos dandis decimonónicos, que –para sus compañeros de modernidad– eran una antigualla.
Cavan, sobrino de Oscar Wilde, fue un escritor casi sin obra que se presentaba como poeta-boxeador
Los “ismos” más extremos de las vanguardias no pretendían cambiar el arte, sino cambiarlo para, en el mismo movimiento, cambiar la vida. Cravan se adelantó en eso a casi todos (salvo a Rimbaud: por eso se puso Arthur) y logró la utopía de ser un autor con todas las letras, pero sin –casi– obra. La suya es, si se quiere, la de un performer de comienzos del siglo XX que apostó a dejar como prueba su leyenda.
Cravan se llamaba en realidad Fabian Avenarius Lloyd y era –detalle que no se privó de explotar–sobrino político de Oscar Wilde. Nació en Suiza, en Lausana, en 1887, y a los veinte años –después de abandonar el colegio de manera conflictiva y viajar por distintas latitudes usando pasaportes bajo varios nombres– se instaló en París. Su intención era poner el arte en la picota (no dejó de enzarzarse en discusiones con Picasso y Marcel Duchamp) y para hacerlo, convencido de que el arte era una cuestión viva y visceral, fundó una revista Maintenant!, (“¡Ahora!”) con el deliberado fin de escandalizar a tirios y troyanos. Poemas y textos vitriólicos sembraban la revista (cinco números, todos escritos por él), que el estrafalario poeta vendía paseándose en carretilla por París. La publicación, que comenzó a salir a inicios de la Primera Guerra Mundial, no pudo ser más efímera. En 1916, Cravan ya dejaba Francia en dirección a Estados Unidos para escapar de un seguro reclutamiento.
Esos escritos no fueron de todas maneras el desvelo principal de Cravan, que era dado a las refriegas públicas, y además se presentaba como cantante y, sobre todo, poeta-boxeador. En Barcelona, antes de dejar definitivamente Europa, se llegó a enfrentar con el campeón Jack Johnson. El combate fue filmado y el púgil profesional tuvo que madurar con lentitud el knock-out durante seis rounds para que, como pretendía Cravan, se convirtiera en un evento artístico en imágenes.
Fue ya en Nueva York que el artista sin obra conoció a la archimoderna poeta inglesa Mina Loy durante un baile contra la guerra en el que Cravan –puesto a dar un discurso en total estado etílico– terminó en la comisaría. Pronto llegó a la conclusión de que no podía estarse quieto y partió, primero a Canadá, y luego a México. Desde ahí le escribió a su musa unas pocas decenas de misivas breves, desesperadas y ciclotímicas (son las que reúne Cartas a Mina Loy, con otras previas, publicado recientemente por Minúscula ) que los surrealistas tomarían como modelo del amour fou sin concesiones que pregonaban. El objetivo final de Cravan –le escribe a Loy– era llegar a Buenos Aires. Loy (mujer casada) se le unió en Méjico, donde ella quedó embarazada. Sin dinero y sin pasaportes, decidieron viajar separados a la Argentina. Ella llegó: Cravan, no. Se ahogó en una barcaza, durante una tormenta, en el Golfo de México, cuando buscaba una embarcación mejor para emprender la larga travesía. Su cuerpo nunca fue recuperado. André Breton lo llamó “un héroe del siglo XX”, y lo era: vanguardista en su actitud, con restos de dandi, pero también excéntricamente trágico.
Si algo no le falta a la literatura son excéntricos. El adjetivo se usa como sinónimo de original: un excéntrico (Kafka, digamos) es el que firma una obra inclasificable. Pero en algunos escritores (Kafka incluido) existe además una extravagancia complementaria, la más común, la del carácter. Para los románticos fue una bandera. También para los decadentistas del siglo XIX, que tuvieron su propia biblia en A contrapelo, de J-K. Huysmans. Al escribir sobre Poe, Verlaine y otros, Rubén Darío no dudó: los llamó los “raros”.
Pero hay otros autores excéntricos de más difícil clasificación. Pienso en Arthur Cravan (1887-1918) y sus Cartas a Mina Loy. Después de haber despachado unas líneas sobre él hace semanas, se me ocurrió que en realidad Cravan ejemplifica dos modelos en aparente colisión: por un lado, el del iconoclasta de las vanguardias de comienzos del siglo pasado; por otro, el de aquellos mismos dandis decimonónicos, que –para sus compañeros de modernidad– eran una antigualla.
Cavan, sobrino de Oscar Wilde, fue un escritor casi sin obra que se presentaba como poeta-boxeador
Los “ismos” más extremos de las vanguardias no pretendían cambiar el arte, sino cambiarlo para, en el mismo movimiento, cambiar la vida. Cravan se adelantó en eso a casi todos (salvo a Rimbaud: por eso se puso Arthur) y logró la utopía de ser un autor con todas las letras, pero sin –casi– obra. La suya es, si se quiere, la de un performer de comienzos del siglo XX que apostó a dejar como prueba su leyenda.
Cravan se llamaba en realidad Fabian Avenarius Lloyd y era –detalle que no se privó de explotar–sobrino político de Oscar Wilde. Nació en Suiza, en Lausana, en 1887, y a los veinte años –después de abandonar el colegio de manera conflictiva y viajar por distintas latitudes usando pasaportes bajo varios nombres– se instaló en París. Su intención era poner el arte en la picota (no dejó de enzarzarse en discusiones con Picasso y Marcel Duchamp) y para hacerlo, convencido de que el arte era una cuestión viva y visceral, fundó una revista Maintenant!, (“¡Ahora!”) con el deliberado fin de escandalizar a tirios y troyanos. Poemas y textos vitriólicos sembraban la revista (cinco números, todos escritos por él), que el estrafalario poeta vendía paseándose en carretilla por París. La publicación, que comenzó a salir a inicios de la Primera Guerra Mundial, no pudo ser más efímera. En 1916, Cravan ya dejaba Francia en dirección a Estados Unidos para escapar de un seguro reclutamiento.
Esos escritos no fueron de todas maneras el desvelo principal de Cravan, que era dado a las refriegas públicas, y además se presentaba como cantante y, sobre todo, poeta-boxeador. En Barcelona, antes de dejar definitivamente Europa, se llegó a enfrentar con el campeón Jack Johnson. El combate fue filmado y el púgil profesional tuvo que madurar con lentitud el knock-out durante seis rounds para que, como pretendía Cravan, se convirtiera en un evento artístico en imágenes.
Fue ya en Nueva York que el artista sin obra conoció a la archimoderna poeta inglesa Mina Loy durante un baile contra la guerra en el que Cravan –puesto a dar un discurso en total estado etílico– terminó en la comisaría. Pronto llegó a la conclusión de que no podía estarse quieto y partió, primero a Canadá, y luego a México. Desde ahí le escribió a su musa unas pocas decenas de misivas breves, desesperadas y ciclotímicas (son las que reúne Cartas a Mina Loy, con otras previas, publicado recientemente por Minúscula ) que los surrealistas tomarían como modelo del amour fou sin concesiones que pregonaban. El objetivo final de Cravan –le escribe a Loy– era llegar a Buenos Aires. Loy (mujer casada) se le unió en Méjico, donde ella quedó embarazada. Sin dinero y sin pasaportes, decidieron viajar separados a la Argentina. Ella llegó: Cravan, no. Se ahogó en una barcaza, durante una tormenta, en el Golfo de México, cuando buscaba una embarcación mejor para emprender la larga travesía. Su cuerpo nunca fue recuperado. André Breton lo llamó “un héroe del siglo XX”, y lo era: vanguardista en su actitud, con restos de dandi, pero también excéntricamente trágico.
Si algo no le falta a la literatura son excéntricos. El adjetivo se usa como sinónimo de original: un excéntrico (Kafka, digamos) es el que firma una obra inclasificable. Pero en algunos escritores (Kafka incluido) existe además una extravagancia complementaria, la más común, la del carácter. Para los románticos fue una bandera. También para los decadentistas del siglo XIX, que tuvieron su propia biblia en A contrapelo, de J-K. Huysmans. Al escribir sobre Poe, Verlaine y otros, Rubén Darío no dudó: los llamó los “raros”. Pero hay otros autores excéntricos de más difícil clasificación. Pienso en Arthur Cravan (1887-1918) y sus Cartas a Mina Loy. Después de haber despachado unas líneas sobre él hace semanas, se me ocurrió que en realidad Cravan ejemplifica dos modelos en aparente colisión: por un lado, el del iconoclasta de las vanguardias de comienzos del siglo pasado; por otro, el de aquellos mismos dandis decimonónicos, que –para sus compañeros de modernidad– eran una antigualla.Cavan, sobrino de Oscar Wilde, fue un escritor casi sin obra que se presentaba como poeta-boxeadorLos “ismos” más extremos de las vanguardias no pretendían cambiar el arte, sino cambiarlo para, en el mismo movimiento, cambiar la vida. Cravan se adelantó en eso a casi todos (salvo a Rimbaud: por eso se puso Arthur) y logró la utopía de ser un autor con todas las letras, pero sin –casi– obra. La suya es, si se quiere, la de un performer de comienzos del siglo XX que apostó a dejar como prueba su leyenda.Cravan se llamaba en realidad Fabian Avenarius Lloyd y era –detalle que no se privó de explotar–sobrino político de Oscar Wilde. Nació en Suiza, en Lausana, en 1887, y a los veinte años –después de abandonar el colegio de manera conflictiva y viajar por distintas latitudes usando pasaportes bajo varios nombres– se instaló en París. Su intención era poner el arte en la picota (no dejó de enzarzarse en discusiones con Picasso y Marcel Duchamp) y para hacerlo, convencido de que el arte era una cuestión viva y visceral, fundó una revista Maintenant!, (“¡Ahora!”) con el deliberado fin de escandalizar a tirios y troyanos. Poemas y textos vitriólicos sembraban la revista (cinco números, todos escritos por él), que el estrafalario poeta vendía paseándose en carretilla por París. La publicación, que comenzó a salir a inicios de la Primera Guerra Mundial, no pudo ser más efímera. En 1916, Cravan ya dejaba Francia en dirección a Estados Unidos para escapar de un seguro reclutamiento.Esos escritos no fueron de todas maneras el desvelo principal de Cravan, que era dado a las refriegas públicas, y además se presentaba como cantante y, sobre todo, poeta-boxeador. En Barcelona, antes de dejar definitivamente Europa, se llegó a enfrentar con el campeón Jack Johnson. El combate fue filmado y el púgil profesional tuvo que madurar con lentitud el knock-out durante seis rounds para que, como pretendía Cravan, se convirtiera en un evento artístico en imágenes.Fue ya en Nueva York que el artista sin obra conoció a la archimoderna poeta inglesa Mina Loy durante un baile contra la guerra en el que Cravan –puesto a dar un discurso en total estado etílico– terminó en la comisaría. Pronto llegó a la conclusión de que no podía estarse quieto y partió, primero a Canadá, y luego a México. Desde ahí le escribió a su musa unas pocas decenas de misivas breves, desesperadas y ciclotímicas (son las que reúne Cartas a Mina Loy, con otras previas, publicado recientemente por Minúscula ) que los surrealistas tomarían como modelo del amour fou sin concesiones que pregonaban. El objetivo final de Cravan –le escribe a Loy– era llegar a Buenos Aires. Loy (mujer casada) se le unió en Méjico, donde ella quedó embarazada. Sin dinero y sin pasaportes, decidieron viajar separados a la Argentina. Ella llegó: Cravan, no. Se ahogó en una barcaza, durante una tormenta, en el Golfo de México, cuando buscaba una embarcación mejor para emprender la larga travesía. Su cuerpo nunca fue recuperado. André Breton lo llamó “un héroe del siglo XX”, y lo era: vanguardista en su actitud, con restos de dandi, pero también excéntricamente trágico. LA NACION