
Una vez Susana Giménez le preguntó a Charly García: “¿Vivís solo?”. A lo que Charly respondió: “Cualquiera que viva en un departamento en el centro de Buenos Aires no vive solo”. Brillante como siempre, la lógica del músico se extiende a ese fenómeno tan particular de los argentinos: el concepto de vecino. El vecino no es un familiar, no es un pariente, uno no lo eligió, quizás uno no sabe bien el apellido o a qué se dedica pero, aun así, hay muchas chances de haberlo visto alguna vez en paños menores sacando la basura.
Los vecinos se dividen básicamente en los buenos vecinos y los malos vecinos. Los buenos vecinos son los que están alerta cuando uno se va de vacaciones y avisan si ven que extraños se llevan los muebles; son los que tienen un destornillador punta Phillips a mano; los que gritan cuando hay olor a humor; y los que tienen un buen chisme o, en su defecto, odian a otro vecino al que también uno odia. Un buen vecino es una tranquilidad, es un aliado, un amigo, una ayuda invisible cuando uno menos lo espera. Un buen vecino es silencioso pero también ruidoso en justa medida. Es aquél que incorporó implícitamente los códigos de la cuadra o del palier y sabe de quién es el Fiat Uno que estaciona siempre a la tarde, quién es el dueño del Border Collie que ladra a la mañana y a quién va a cuidar la señora que llega con la bolsa de Coto.
Ahí, de a poco, se puede empezar a mezclar el buen vecino con su otra cara, es decir, el mal vecino, el que toma toda esa información para usarla en su propio beneficio. Es que un vecino que chusmea todo el día es, básicamente, una persona que no tiene nada que hacer con su vida. Dicho en criollo: no tiene a quién joder. No distingue género ni edad. La idea estereotipada de que se trata de una señora entrada en años, con un Caniche y vestida como la Bruja del 71 ya no corre. El (mal) vecino (y chusma) puede ser un cuarentón en jogging gris, de dudosa ocupación y siempre parado en la esquina atento a quién va y quién viene. Suele estar en cuanto tumulto popular pueda brindar su opinión: desde una reunión de consorcio hasta uno de esos encuentros que hacen los políticos en campaña en una plaza. Ese personaje solitario, sin nada por hacer salvo hacer escuchar su voz, opinará del valor de las expensas, de lo que paga de ABL, del grupito que se junta a tomar cerveza en el kiosco de a la vuelta y del empedrado histórico que, de a ratos, le parece intocable y, cuando llueve, le parece una barbaridad. Está en todos lados y cuando todo está tranquilo meterá la coyuntura. Será el que, en cualquier grupo de WhatsApp que haya, opinará de la nada de la condena de Cristina. Todo para ver cuán altas son las llamas que genera su punto de vista.
Sin embargo, siempre hay más. Y en ese binomio del bueno y el malo irrumpe el vecino amigo, construido a partir del tiempo. Es el vecino que se remonta a los orígenes barriales, más de casas que de edificios, que tiene el logro de haber perdurado mucho tiempo en el mismo lugar. Es aquel vecino al cual uno vio crecer, o tener hijos, o casarse, o envejecer. Es ese vecino que, ni bien se corta la luz, llama para preguntar si se cortó en su casa o en toda la cuadra; o en verano quiere saber si hay presión de agua; o que uno se cruza en esos encuentros casuales que se arman en torno a los choques, los robos o las promociones de los negocios. Ese vecino es cualquiera: es grande, chico, joven, con ruleros, con el pelo lacio, con mañas, con la camiseta de un club del ascenso o con cualquier look que, al verlo, nadie lo juzgará. Porque, para ser justos: ¿qué hay que ponerse para sacar la basura un domingo a las siete de la tarde?
Una vez Susana Giménez le preguntó a Charly García: “¿Vivís solo?”. A lo que Charly respondió: “Cualquiera que viva en un departamento en el centro de Buenos Aires no vive solo”. Brillante como siempre, la lógica del músico se extiende a ese fenómeno tan particular de los argentinos: el concepto de vecino. El vecino no es un familiar, no es un pariente, uno no lo eligió, quizás uno no sabe bien el apellido o a qué se dedica pero, aun así, hay muchas chances de haberlo visto alguna vez en paños menores sacando la basura.
Los vecinos se dividen básicamente en los buenos vecinos y los malos vecinos. Los buenos vecinos son los que están alerta cuando uno se va de vacaciones y avisan si ven que extraños se llevan los muebles; son los que tienen un destornillador punta Phillips a mano; los que gritan cuando hay olor a humor; y los que tienen un buen chisme o, en su defecto, odian a otro vecino al que también uno odia. Un buen vecino es una tranquilidad, es un aliado, un amigo, una ayuda invisible cuando uno menos lo espera. Un buen vecino es silencioso pero también ruidoso en justa medida. Es aquél que incorporó implícitamente los códigos de la cuadra o del palier y sabe de quién es el Fiat Uno que estaciona siempre a la tarde, quién es el dueño del Border Collie que ladra a la mañana y a quién va a cuidar la señora que llega con la bolsa de Coto.
Ahí, de a poco, se puede empezar a mezclar el buen vecino con su otra cara, es decir, el mal vecino, el que toma toda esa información para usarla en su propio beneficio. Es que un vecino que chusmea todo el día es, básicamente, una persona que no tiene nada que hacer con su vida. Dicho en criollo: no tiene a quién joder. No distingue género ni edad. La idea estereotipada de que se trata de una señora entrada en años, con un Caniche y vestida como la Bruja del 71 ya no corre. El (mal) vecino (y chusma) puede ser un cuarentón en jogging gris, de dudosa ocupación y siempre parado en la esquina atento a quién va y quién viene. Suele estar en cuanto tumulto popular pueda brindar su opinión: desde una reunión de consorcio hasta uno de esos encuentros que hacen los políticos en campaña en una plaza. Ese personaje solitario, sin nada por hacer salvo hacer escuchar su voz, opinará del valor de las expensas, de lo que paga de ABL, del grupito que se junta a tomar cerveza en el kiosco de a la vuelta y del empedrado histórico que, de a ratos, le parece intocable y, cuando llueve, le parece una barbaridad. Está en todos lados y cuando todo está tranquilo meterá la coyuntura. Será el que, en cualquier grupo de WhatsApp que haya, opinará de la nada de la condena de Cristina. Todo para ver cuán altas son las llamas que genera su punto de vista.
Sin embargo, siempre hay más. Y en ese binomio del bueno y el malo irrumpe el vecino amigo, construido a partir del tiempo. Es el vecino que se remonta a los orígenes barriales, más de casas que de edificios, que tiene el logro de haber perdurado mucho tiempo en el mismo lugar. Es aquel vecino al cual uno vio crecer, o tener hijos, o casarse, o envejecer. Es ese vecino que, ni bien se corta la luz, llama para preguntar si se cortó en su casa o en toda la cuadra; o en verano quiere saber si hay presión de agua; o que uno se cruza en esos encuentros casuales que se arman en torno a los choques, los robos o las promociones de los negocios. Ese vecino es cualquiera: es grande, chico, joven, con ruleros, con el pelo lacio, con mañas, con la camiseta de un club del ascenso o con cualquier look que, al verlo, nadie lo juzgará. Porque, para ser justos: ¿qué hay que ponerse para sacar la basura un domingo a las siete de la tarde?
Esos extraños con los que se comparte el palier o la cuadra terminan siendo miembros inesperados de la familia LA NACION