Son frases mencionadas en libros que no tanta gente leyó; frases repetidas hasta el hartazgo, sacadas de contexto, más de una vez trivializadas. Aun así, creo, es tan poderoso lo que se quiso decir con ellas que mantienen su eficacia. Una es la archiconocida “banalidad del mal” que señaló Hannah Arendt cuando intentaba explicar, entre otras cosas -y de un modo mucho más preciso que el que puedo ensayar aquí- que alguien como Adolf Einchmann era incapaz de dimensionar la atrocidad de sus acciones porque esas acciones, junto a un cúmulo de ideas, gestos, concepciones y normativas, formaban parte del sentido común que los regía a él y a la sociedad en la que vivía.
Poco tiempo antes de que Arendt publicara su célebre libro sobre el juicio a Einchmann, Theodor W. Adorno se preguntaba -¡esa otra frase!- si sería posible escribir poesía después de que algo como Auschwitz hubiera ocurrido sobre la faz de la Tierra.
Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida onírica
Tengo en mis manos dos libros de Han Kang, la ganadora del Premio Nobel de Literatura el año pasado. Los leí en el orden que corresponde: primero, Actos humanos. Luego, Imposible decir adiós. Y escribo esto aun atravesada por la dolorosa belleza de la límpida, poética, delicada y lacerante narrativa de la escritora coreana que, en el caso de estos dos títulos, se sumerge en el costado incómodo de la memoria histórica de Corea del Sur. En Actos humanos, aborda -con su estilo personalísimo- una masacre perpetrada por fuerzas estatales en 1980, en la ciudad de Gwangju, donde se había realizado una gran manifestación prodemocrática. En Imposible decir adiós toma un hilo de esa atrocidad y viaja unas décadas hacia atrás, a mediados del siglo XX, cuando, entre 1947 y 1954 -en el marco de la Guerra Fría y la Guerra de Corea- miles de personas fueron asesinadas en la isla de Jeju bajo la consigna de exterminar cualquier rastro de comunismo en esa zona.
Las matanzas que recuerdan ambos libros fueron acalladas y las víctimas arrojadas a fosas comunes; el pánico se convirtió en costra alrededor de lo ocurrido, todo tendió a olvidarse salvo por la persistencia obstinada -los argentinos algo conocemos sobre eso- de familiares que durante años insistieron en recuperar no solo la memoria, sino también los restos de sus seres queridos.
¿Qué lógica opera en alguien que le dispara a un niño -o a un bebé, junto a la madre que lo sostiene en brazos-, convencido de que ése es su deber? ¿Cómo creer en la humanidad (o en el arte, la cultura o la civilización) una vez que se descubre que la atrocidad está al alcance de cualquier ser humano? Supongo que las preguntas que atormentaban a Arendt y a Adorno iban en este sentido.
En alguna entrevista, Han Kang mencionó las pesadillas que la acometieron durante un buen tiempo, luego de escribir Actos humanos. La protagonista de Imposible decir adiós se llama Gyeongha y no puede dormir porque -ella también- publicó un libro sobre la masacre de Gwangju y desde ese momento, cada noche, se le aparecen visiones de un dolor inenarrable. Luego de un llamado de su amiga Inseon, originaria de la isla de Jeju, decide ir a esa región al sur del país, en un derrotero que no será meramente geográfico.
Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida onírica.
La voz de los asesinos no tiene lugar en las novelas; solo conocemos el efecto de sus acciones. Una onda expansiva: la barbarie destroza cuerpos, aniquila familias, desgarra generaciones. La escritura sutil de Han Kang se hunde allí, en el trauma y el dolor, pero también -y sobre todo- en la trama agridulce del amor, en el voluntarioso trabajo que implica sostener la vida propia y la de los otros; en el detalle, el cuidado, la construcción. Lazos humanos: de eso también se trata, en medio y a pesar del infierno.
Son frases mencionadas en libros que no tanta gente leyó; frases repetidas hasta el hartazgo, sacadas de contexto, más de una vez trivializadas. Aun así, creo, es tan poderoso lo que se quiso decir con ellas que mantienen su eficacia. Una es la archiconocida “banalidad del mal” que señaló Hannah Arendt cuando intentaba explicar, entre otras cosas -y de un modo mucho más preciso que el que puedo ensayar aquí- que alguien como Adolf Einchmann era incapaz de dimensionar la atrocidad de sus acciones porque esas acciones, junto a un cúmulo de ideas, gestos, concepciones y normativas, formaban parte del sentido común que los regía a él y a la sociedad en la que vivía.
Poco tiempo antes de que Arendt publicara su célebre libro sobre el juicio a Einchmann, Theodor W. Adorno se preguntaba -¡esa otra frase!- si sería posible escribir poesía después de que algo como Auschwitz hubiera ocurrido sobre la faz de la Tierra.
Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida onírica
Tengo en mis manos dos libros de Han Kang, la ganadora del Premio Nobel de Literatura el año pasado. Los leí en el orden que corresponde: primero, Actos humanos. Luego, Imposible decir adiós. Y escribo esto aun atravesada por la dolorosa belleza de la límpida, poética, delicada y lacerante narrativa de la escritora coreana que, en el caso de estos dos títulos, se sumerge en el costado incómodo de la memoria histórica de Corea del Sur. En Actos humanos, aborda -con su estilo personalísimo- una masacre perpetrada por fuerzas estatales en 1980, en la ciudad de Gwangju, donde se había realizado una gran manifestación prodemocrática. En Imposible decir adiós toma un hilo de esa atrocidad y viaja unas décadas hacia atrás, a mediados del siglo XX, cuando, entre 1947 y 1954 -en el marco de la Guerra Fría y la Guerra de Corea- miles de personas fueron asesinadas en la isla de Jeju bajo la consigna de exterminar cualquier rastro de comunismo en esa zona.
Las matanzas que recuerdan ambos libros fueron acalladas y las víctimas arrojadas a fosas comunes; el pánico se convirtió en costra alrededor de lo ocurrido, todo tendió a olvidarse salvo por la persistencia obstinada -los argentinos algo conocemos sobre eso- de familiares que durante años insistieron en recuperar no solo la memoria, sino también los restos de sus seres queridos.
¿Qué lógica opera en alguien que le dispara a un niño -o a un bebé, junto a la madre que lo sostiene en brazos-, convencido de que ése es su deber? ¿Cómo creer en la humanidad (o en el arte, la cultura o la civilización) una vez que se descubre que la atrocidad está al alcance de cualquier ser humano? Supongo que las preguntas que atormentaban a Arendt y a Adorno iban en este sentido.
En alguna entrevista, Han Kang mencionó las pesadillas que la acometieron durante un buen tiempo, luego de escribir Actos humanos. La protagonista de Imposible decir adiós se llama Gyeongha y no puede dormir porque -ella también- publicó un libro sobre la masacre de Gwangju y desde ese momento, cada noche, se le aparecen visiones de un dolor inenarrable. Luego de un llamado de su amiga Inseon, originaria de la isla de Jeju, decide ir a esa región al sur del país, en un derrotero que no será meramente geográfico.
Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida onírica.
La voz de los asesinos no tiene lugar en las novelas; solo conocemos el efecto de sus acciones. Una onda expansiva: la barbarie destroza cuerpos, aniquila familias, desgarra generaciones. La escritura sutil de Han Kang se hunde allí, en el trauma y el dolor, pero también -y sobre todo- en la trama agridulce del amor, en el voluntarioso trabajo que implica sostener la vida propia y la de los otros; en el detalle, el cuidado, la construcción. Lazos humanos: de eso también se trata, en medio y a pesar del infierno.
Son frases mencionadas en libros que no tanta gente leyó; frases repetidas hasta el hartazgo, sacadas de contexto, más de una vez trivializadas. Aun así, creo, es tan poderoso lo que se quiso decir con ellas que mantienen su eficacia. Una es la archiconocida “banalidad del mal” que señaló Hannah Arendt cuando intentaba explicar, entre otras cosas -y de un modo mucho más preciso que el que puedo ensayar aquí- que alguien como Adolf Einchmann era incapaz de dimensionar la atrocidad de sus acciones porque esas acciones, junto a un cúmulo de ideas, gestos, concepciones y normativas, formaban parte del sentido común que los regía a él y a la sociedad en la que vivía.Poco tiempo antes de que Arendt publicara su célebre libro sobre el juicio a Einchmann, Theodor W. Adorno se preguntaba -¡esa otra frase!- si sería posible escribir poesía después de que algo como Auschwitz hubiera ocurrido sobre la faz de la Tierra.Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida oníricaTengo en mis manos dos libros de Han Kang, la ganadora del Premio Nobel de Literatura el año pasado. Los leí en el orden que corresponde: primero, Actos humanos. Luego, Imposible decir adiós. Y escribo esto aun atravesada por la dolorosa belleza de la límpida, poética, delicada y lacerante narrativa de la escritora coreana que, en el caso de estos dos títulos, se sumerge en el costado incómodo de la memoria histórica de Corea del Sur. En Actos humanos, aborda -con su estilo personalísimo- una masacre perpetrada por fuerzas estatales en 1980, en la ciudad de Gwangju, donde se había realizado una gran manifestación prodemocrática. En Imposible decir adiós toma un hilo de esa atrocidad y viaja unas décadas hacia atrás, a mediados del siglo XX, cuando, entre 1947 y 1954 -en el marco de la Guerra Fría y la Guerra de Corea- miles de personas fueron asesinadas en la isla de Jeju bajo la consigna de exterminar cualquier rastro de comunismo en esa zona.Las matanzas que recuerdan ambos libros fueron acalladas y las víctimas arrojadas a fosas comunes; el pánico se convirtió en costra alrededor de lo ocurrido, todo tendió a olvidarse salvo por la persistencia obstinada -los argentinos algo conocemos sobre eso- de familiares que durante años insistieron en recuperar no solo la memoria, sino también los restos de sus seres queridos. ¿Qué lógica opera en alguien que le dispara a un niño -o a un bebé, junto a la madre que lo sostiene en brazos-, convencido de que ése es su deber? ¿Cómo creer en la humanidad (o en el arte, la cultura o la civilización) una vez que se descubre que la atrocidad está al alcance de cualquier ser humano? Supongo que las preguntas que atormentaban a Arendt y a Adorno iban en este sentido. En alguna entrevista, Han Kang mencionó las pesadillas que la acometieron durante un buen tiempo, luego de escribir Actos humanos. La protagonista de Imposible decir adiós se llama Gyeongha y no puede dormir porque -ella también- publicó un libro sobre la masacre de Gwangju y desde ese momento, cada noche, se le aparecen visiones de un dolor inenarrable. Luego de un llamado de su amiga Inseon, originaria de la isla de Jeju, decide ir a esa región al sur del país, en un derrotero que no será meramente geográfico. Actos humanos es una novela coral: una voz y una temporalidad diferente por cada capítulo; Imposible decir adiós sigue el punto de vista de Gyeongha a través de una textura íntima, sensible, en buena medida onírica. La voz de los asesinos no tiene lugar en las novelas; solo conocemos el efecto de sus acciones. Una onda expansiva: la barbarie destroza cuerpos, aniquila familias, desgarra generaciones. La escritura sutil de Han Kang se hunde allí, en el trauma y el dolor, pero también -y sobre todo- en la trama agridulce del amor, en el voluntarioso trabajo que implica sostener la vida propia y la de los otros; en el detalle, el cuidado, la construcción. Lazos humanos: de eso también se trata, en medio y a pesar del infierno. LA NACION