
Hay una danza en primer plano, danza de pies descalzos, pijama y peluches; hay otra danza al fondo, hecha de mitos y pigmentos. Una vez al año, los frescos que cubren el foyer del Gran Teatro de Ginebra asisten a una experiencia distinta: durante toda una noche, el edificio consagrado a la ópera se abre a un público que no solo recorre las majestuosas salas inauguradas a fines del siglo XIX, sino que también escucha eventuales interludios musicales –composiciones en piano, versiones de música clásica o contemporánea–, confraterniza y, llegado el momento… dormita. Los niños que vemos en esta foto saben de qué se trata. Ambos están con los que probablemente sean sus muñecos de apego (todavía no llegó el momento de abrazarlos, mientras el sueño avanza) y él, con un confortable pijama al tono. Siglos de música los acunarán cuando la noche avance.
Hay una danza en primer plano, danza de pies descalzos, pijama y peluches; hay otra danza al fondo, hecha de mitos y pigmentos. Una vez al año, los frescos que cubren el foyer del Gran Teatro de Ginebra asisten a una experiencia distinta: durante toda una noche, el edificio consagrado a la ópera se abre a un público que no solo recorre las majestuosas salas inauguradas a fines del siglo XIX, sino que también escucha eventuales interludios musicales –composiciones en piano, versiones de música clásica o contemporánea–, confraterniza y, llegado el momento… dormita. Los niños que vemos en esta foto saben de qué se trata. Ambos están con los que probablemente sean sus muñecos de apego (todavía no llegó el momento de abrazarlos, mientras el sueño avanza) y él, con un confortable pijama al tono. Siglos de música los acunarán cuando la noche avance.
Hay una danza en primer plano, danza de pies descalzos, pijama y peluches; hay otra danza al fondo, hecha de mitos y pigmentos. Una vez al año, los frescos que cubren el foyer del Gran Teatro de Ginebra asisten a una experiencia distinta: durante toda una noche, el edificio consagrado a la ópera se abre a un público que no solo recorre las majestuosas salas inauguradas a fines del siglo XIX, sino que también escucha eventuales interludios musicales –composiciones en piano, versiones de música clásica o contemporánea–, confraterniza y, llegado el momento… dormita. Los niños que vemos en esta foto saben de qué se trata. Ambos están con los que probablemente sean sus muñecos de apego (todavía no llegó el momento de abrazarlos, mientras el sueño avanza) y él, con un confortable pijama al tono. Siglos de música los acunarán cuando la noche avance. LA NACION