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domingo, mayo 4, 2025
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Vivir no es administrar la vida como una empresa

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Como el agua de ciertas inundaciones, que comienza a subir, expandirse y filtrarse lentamente por cada resquicio hasta que resulta tarde para escapar o rescatar algo valioso, nuestro lenguaje se ha ido empapando de términos que no son inocentes. Con toda naturalidad se habla de “gestionar” las emociones, “invertir” energías y esfuerzos, “administrar” vínculos y relaciones para que sean “provechosos”, “ganar” tiempo para que resulte “productivo”. Son apenas algunos ejemplos, quien se detenga en su propio vocabulario podrá detectar muchos más. Como si vivir, nada menos que vivir, fuera un fenómeno económico y como si la propia existencia (ese misterio frente al cual se nos presenta el desafío de descubrir un sentido que vaya más allá de lo simplemente vegetativo) se tratara de una empresa que, en calidad de CEO, debemos convertir en experiencia rentable.

Señalaba Gandhi que debemos cuidar nuestros pensamientos porque se convertirán en palabras, las palabras se harán actos, los actos a fuerza de repetirse devendrán en hábitos, los hábitos moldearán nuestro carácter y ese carácter será nuestro destino

Como advierte Michael J. Sandel (ineludible filósofo político y moral de nuestro tiempo, autor de obras capitales como Lo que el dinero no puede comprar, Justicia y La tiranía del mérito) estamos viviendo en una cultura que normalizó la idea de que todo está en venta, todo se puede comprar y todo es negociable si se dispone de recursos para ello. En la sociedad de la compraventa, dice Sandel quien no tiene dinero suficiente no puede vivir y será considerado, por lo tanto, un mal administrador. Un perdedor.

Señalaba Gandhi que debemos cuidar nuestros pensamientos porque se convertirán en palabras, las palabras se harán actos, los actos a fuerza de repetirse devendrán en hábitos, los hábitos moldearán nuestro carácter y ese carácter será nuestro destino. Así las palabras que estamos usando acaso reflejen un pensamiento en el que lo inmediato, lo material, lo tangible, lo “productivo”, lo “rentable” hayan remplazado a las búsquedas trascendentes, a la exploración de respuestas posibles para las grandes preguntas existenciales de siempre. En ese proceso también de muchas de las así llamadas experiencias o prácticas espirituales se esperan resultados veloces, mensurables, que no hagan “perder” el tiempo.

Afirma Sandel que cuando hay vacío moral y espiritual la sociedad entera se convierte en un mercado en el que sólo importan el precio, las pérdidas y las ganancias. En un reciente y revelador libro titulado El gran mito (cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado), los historiadores de la ciencia Naomi Oreskes y Erik M. Conway demuestran el sutil proceso de lavado de mente colectiva por el cual se dejó de entender que los valores del mercado y los valores sociales son dos cosas diferentes. Los primeros apuntan a una buena vida, considerada en términos de confort material, la que será alcanzada por quienes tengan mejores recursos y hagan más méritos. Los valores sociales, a su vez, refieren a la vida buena, una existencia emocional, espiritual, vincular y afectivamente apreciable.

Hasta qué punto, como se ve en el lenguaje, estamos mentalmente colonizados por la idea de que la vida es una empresa resulta verificable en la siguiente paradoja. En la misma sociedad que rechaza y penaliza el trabajo infantil, se habilita legalmente y se promueve que chicos de 13 años puedan tener y administrar sus propias cuentas de inversión, con el aberrante argumento de que, si aprenden a manejar sus finanzas desde pequeños, aprenderán a administrar sus vidas de adultos. Es decir que, en una sociedad de profunda desigualdad, no hay lugar para los ciclos evolutivos de la vida. Por necesidad o por estímulo tóxico, según los casos, los chicos deben conocer las reglas del mercado: se está afuera (perdedores) o adentro (ganadores). El lenguaje nunca es neutro. Las palabras dan cuenta de modelos mentales, ideologías, cosmovisiones, creencias. Esto no nace de la nada ni se forja en un instante. Su caldo de cultivo es la cultura en que vivimos.

Como el agua de ciertas inundaciones, que comienza a subir, expandirse y filtrarse lentamente por cada resquicio hasta que resulta tarde para escapar o rescatar algo valioso, nuestro lenguaje se ha ido empapando de términos que no son inocentes. Con toda naturalidad se habla de “gestionar” las emociones, “invertir” energías y esfuerzos, “administrar” vínculos y relaciones para que sean “provechosos”, “ganar” tiempo para que resulte “productivo”. Son apenas algunos ejemplos, quien se detenga en su propio vocabulario podrá detectar muchos más. Como si vivir, nada menos que vivir, fuera un fenómeno económico y como si la propia existencia (ese misterio frente al cual se nos presenta el desafío de descubrir un sentido que vaya más allá de lo simplemente vegetativo) se tratara de una empresa que, en calidad de CEO, debemos convertir en experiencia rentable.

Señalaba Gandhi que debemos cuidar nuestros pensamientos porque se convertirán en palabras, las palabras se harán actos, los actos a fuerza de repetirse devendrán en hábitos, los hábitos moldearán nuestro carácter y ese carácter será nuestro destino

Como advierte Michael J. Sandel (ineludible filósofo político y moral de nuestro tiempo, autor de obras capitales como Lo que el dinero no puede comprar, Justicia y La tiranía del mérito) estamos viviendo en una cultura que normalizó la idea de que todo está en venta, todo se puede comprar y todo es negociable si se dispone de recursos para ello. En la sociedad de la compraventa, dice Sandel quien no tiene dinero suficiente no puede vivir y será considerado, por lo tanto, un mal administrador. Un perdedor.

Señalaba Gandhi que debemos cuidar nuestros pensamientos porque se convertirán en palabras, las palabras se harán actos, los actos a fuerza de repetirse devendrán en hábitos, los hábitos moldearán nuestro carácter y ese carácter será nuestro destino. Así las palabras que estamos usando acaso reflejen un pensamiento en el que lo inmediato, lo material, lo tangible, lo “productivo”, lo “rentable” hayan remplazado a las búsquedas trascendentes, a la exploración de respuestas posibles para las grandes preguntas existenciales de siempre. En ese proceso también de muchas de las así llamadas experiencias o prácticas espirituales se esperan resultados veloces, mensurables, que no hagan “perder” el tiempo.

Afirma Sandel que cuando hay vacío moral y espiritual la sociedad entera se convierte en un mercado en el que sólo importan el precio, las pérdidas y las ganancias. En un reciente y revelador libro titulado El gran mito (cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado), los historiadores de la ciencia Naomi Oreskes y Erik M. Conway demuestran el sutil proceso de lavado de mente colectiva por el cual se dejó de entender que los valores del mercado y los valores sociales son dos cosas diferentes. Los primeros apuntan a una buena vida, considerada en términos de confort material, la que será alcanzada por quienes tengan mejores recursos y hagan más méritos. Los valores sociales, a su vez, refieren a la vida buena, una existencia emocional, espiritual, vincular y afectivamente apreciable.

Hasta qué punto, como se ve en el lenguaje, estamos mentalmente colonizados por la idea de que la vida es una empresa resulta verificable en la siguiente paradoja. En la misma sociedad que rechaza y penaliza el trabajo infantil, se habilita legalmente y se promueve que chicos de 13 años puedan tener y administrar sus propias cuentas de inversión, con el aberrante argumento de que, si aprenden a manejar sus finanzas desde pequeños, aprenderán a administrar sus vidas de adultos. Es decir que, en una sociedad de profunda desigualdad, no hay lugar para los ciclos evolutivos de la vida. Por necesidad o por estímulo tóxico, según los casos, los chicos deben conocer las reglas del mercado: se está afuera (perdedores) o adentro (ganadores). El lenguaje nunca es neutro. Las palabras dan cuenta de modelos mentales, ideologías, cosmovisiones, creencias. Esto no nace de la nada ni se forja en un instante. Su caldo de cultivo es la cultura en que vivimos.

 Si todo es mercado, los vínculos se vacían de sentido y hasta a las prácticas espirituales se les pide que no nos hagan “perder tiempo”  LA NACION