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domingo, mayo 4, 2025
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Modular intensidades, la clave para organizar el día

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El empresario apresurado, más que empoderado, está desordenado. Esta máxima aplica no solo a empresarios, sino a todas las personas que dicen estar demasiado apresuradas por todo lo que trabajan.

Quienes justifican no ir, no llegar, no compartir o no estar bajo la excusa de “no tengo tiempo, tengo demasiado trabajo”, están atrapados en el dilema de creer que el apuro demuestra interés, complejidad y poder. Esta creencia puede revisarse si visualizamos que vivir apresurados por acumular trabajo tiene un impacto directo en nuestra salud y en nuestro entorno.

Tenía una infección urinaria, tomó jugo como remedio y cuando conoció el verdadero diagnóstico ya era tarde

¿Cómo podemos cambiar esta actitud? En lugar de pensar el día como momentos que se ocupan o se usan, podemos pensar en intensidades. La intensidad con la que hacemos las cosas define cómo las sentimos y qué impacto tienen en nosotros. En lugar de sentir que estamos compartimentados entre trabajo, vida personal, descanso y ocio, podemos sentir que todas esas acciones ocurren a la vez, y solo se atenúan o se intensifican si estás enfocado en una de ellas.

Lo comprobamos cuando hacemos varias cosas a la vez y prestamos una atención parcial a cada una: mientras conversamos en persona, chateamos; mientras cocinamos, respondemos mails. Cuando descansamos el cuerpo no está apagado, la intensidad de la actividad cerebral está en el sueño. Es como la polaridad entre la noche y el día. El sol durante la noche baja su intensidad para nosotros pero no para todo el planeta, si no fuera así, la temperatura bajaría miles de grados en minutos.

Un primer paso para reconocer las intensidades es comprender cómo ordenamos nuestro día a día, en particular en relación a todo aquello que llamamos “el trabajo”. La gestión del día que en general organizamos en horarios y calendarios, no agotan nuestra experiencia del devenir.

El uso del calendario no se limita a agendar pedazos de vida. El tiempo sigue deviniendo por más que el recuadro del calendario diga que se está ocupado en una reunión, atendiendo un cliente, vendiendo, comprando o lo que fuera. Creer a ciegas en el calendario produce una rigidez de cómo sentimos el trabajo, al punto de suponer que si se está ocupado, todo lo demás se desactiva, cuando en realidad solo baja su intensidad.

Al pensar nuestras acciones como intensidades, podemos reconocer que si son incompatibles entre sí, pueden producir arritmias. Si se agenda una reunión laboral, es arrítmico que se tenga una fiesta a la vez, aunque sí es posible conversar de trabajo en una fiesta. Se trata de modular intensidades, más que de recortar hasta donde es trabajo, hasta donde es recreación. Esta división estricta de las actividades en lugares fijos, propia de las industrias fabriles que polarizaron vivir en el hogar versus no vivir en el trabajo, ya no aplica a la dinámica laboral actual multisituada y duplicada por la vida digital.

Calidad y velocidad

Un caso extremo de apuro en este sentido son las reuniones virtuales que duran 45 minutos para coordinar más reuniones por día, y así aumentar la productividad. Los 15 minutos restantes son para ir al baño, para preparar café o mate y comenzar en punto la siguiente reunión. Estar sentado frente a la pantalla supone que como no hay traslados físicos, ni otras personas con quienes interactuar, es posible acumular una reunión detrás de otra.

Llevado al extremo, este comportamiento implicaría hacer reuniones cada vez más breves, que duren segundos. La pregunta es: ¿qué dejamos de comunicar y cómo nos tratamos cuando lo que se prioriza es la velocidad y la cantidad? Es indispensable valorar la calidez del trato y el sentido de reunirnos, de trabajar en conjunto, de producir conocimiento que trascienda el hecho de solo amontonar reuniones, temas, contactos y listas de temas a tachar.

A cinco años de la pandemia, hoy se vuelve a discutir el sentido de la presencialidad en el trabajo como un valor estrictamente espacial. Se analiza cómo se disponen las oficinas, cómo se genera interacción en los pasillos, cómo se espera que exista discusión sobre la cultura organizacional durante un café. Se supone que el uso del espacio es el único vector de vinculación física y condición de intercambio cultural. Pero si queremos considerar también el contenido de la presencialidad, necesitamos atender a las intensidades de estas interacciones.

El ultramaratonista que logró récords asombrosos explica cómo “programarse” para superar los límites

Esto implica discutir la temporalidad, el modo en que experimentamos el tiempo (apresurados, acelerados, ansiosos, distendidos, equilibrados), sea en la oficina, en casa, o en un formato híbrido.

Reformulamos la máxima sobre cómo es posible cambiar nuestra actitud de vivir apresurados por la acumulación de trabajo: el empresario empoderado, más que apresurado, está organizado.

El autor es antropólogo, escritor y consultor

El empresario apresurado, más que empoderado, está desordenado. Esta máxima aplica no solo a empresarios, sino a todas las personas que dicen estar demasiado apresuradas por todo lo que trabajan.

Quienes justifican no ir, no llegar, no compartir o no estar bajo la excusa de “no tengo tiempo, tengo demasiado trabajo”, están atrapados en el dilema de creer que el apuro demuestra interés, complejidad y poder. Esta creencia puede revisarse si visualizamos que vivir apresurados por acumular trabajo tiene un impacto directo en nuestra salud y en nuestro entorno.

Tenía una infección urinaria, tomó jugo como remedio y cuando conoció el verdadero diagnóstico ya era tarde

¿Cómo podemos cambiar esta actitud? En lugar de pensar el día como momentos que se ocupan o se usan, podemos pensar en intensidades. La intensidad con la que hacemos las cosas define cómo las sentimos y qué impacto tienen en nosotros. En lugar de sentir que estamos compartimentados entre trabajo, vida personal, descanso y ocio, podemos sentir que todas esas acciones ocurren a la vez, y solo se atenúan o se intensifican si estás enfocado en una de ellas.

Lo comprobamos cuando hacemos varias cosas a la vez y prestamos una atención parcial a cada una: mientras conversamos en persona, chateamos; mientras cocinamos, respondemos mails. Cuando descansamos el cuerpo no está apagado, la intensidad de la actividad cerebral está en el sueño. Es como la polaridad entre la noche y el día. El sol durante la noche baja su intensidad para nosotros pero no para todo el planeta, si no fuera así, la temperatura bajaría miles de grados en minutos.

Un primer paso para reconocer las intensidades es comprender cómo ordenamos nuestro día a día, en particular en relación a todo aquello que llamamos “el trabajo”. La gestión del día que en general organizamos en horarios y calendarios, no agotan nuestra experiencia del devenir.

El uso del calendario no se limita a agendar pedazos de vida. El tiempo sigue deviniendo por más que el recuadro del calendario diga que se está ocupado en una reunión, atendiendo un cliente, vendiendo, comprando o lo que fuera. Creer a ciegas en el calendario produce una rigidez de cómo sentimos el trabajo, al punto de suponer que si se está ocupado, todo lo demás se desactiva, cuando en realidad solo baja su intensidad.

Al pensar nuestras acciones como intensidades, podemos reconocer que si son incompatibles entre sí, pueden producir arritmias. Si se agenda una reunión laboral, es arrítmico que se tenga una fiesta a la vez, aunque sí es posible conversar de trabajo en una fiesta. Se trata de modular intensidades, más que de recortar hasta donde es trabajo, hasta donde es recreación. Esta división estricta de las actividades en lugares fijos, propia de las industrias fabriles que polarizaron vivir en el hogar versus no vivir en el trabajo, ya no aplica a la dinámica laboral actual multisituada y duplicada por la vida digital.

Calidad y velocidad

Un caso extremo de apuro en este sentido son las reuniones virtuales que duran 45 minutos para coordinar más reuniones por día, y así aumentar la productividad. Los 15 minutos restantes son para ir al baño, para preparar café o mate y comenzar en punto la siguiente reunión. Estar sentado frente a la pantalla supone que como no hay traslados físicos, ni otras personas con quienes interactuar, es posible acumular una reunión detrás de otra.

Llevado al extremo, este comportamiento implicaría hacer reuniones cada vez más breves, que duren segundos. La pregunta es: ¿qué dejamos de comunicar y cómo nos tratamos cuando lo que se prioriza es la velocidad y la cantidad? Es indispensable valorar la calidez del trato y el sentido de reunirnos, de trabajar en conjunto, de producir conocimiento que trascienda el hecho de solo amontonar reuniones, temas, contactos y listas de temas a tachar.

A cinco años de la pandemia, hoy se vuelve a discutir el sentido de la presencialidad en el trabajo como un valor estrictamente espacial. Se analiza cómo se disponen las oficinas, cómo se genera interacción en los pasillos, cómo se espera que exista discusión sobre la cultura organizacional durante un café. Se supone que el uso del espacio es el único vector de vinculación física y condición de intercambio cultural. Pero si queremos considerar también el contenido de la presencialidad, necesitamos atender a las intensidades de estas interacciones.

El ultramaratonista que logró récords asombrosos explica cómo “programarse” para superar los límites

Esto implica discutir la temporalidad, el modo en que experimentamos el tiempo (apresurados, acelerados, ansiosos, distendidos, equilibrados), sea en la oficina, en casa, o en un formato híbrido.

Reformulamos la máxima sobre cómo es posible cambiar nuestra actitud de vivir apresurados por la acumulación de trabajo: el empresario empoderado, más que apresurado, está organizado.

El autor es antropólogo, escritor y consultor

 No es la velocidad la que mide nuestra productividad, sino la calidad de nuestras presencias  LA NACION