“Mi barrio era así, así, así. Es decir, ¡qué se yo si era así… pero yo me lo acuerdo así! Con Giacumin, el carbuña [carbonero] de la esquina, que tenía las hornallas [fosas nasales] llenas de hollín. Y que jugó siempre de ‘jas’ izquierdo al lado mío, ¡tal vez pa’ estar más cerca de mi corazón!”. “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo… pero cuándo? ¡Si siempre estoy llegando!”.
El Gordo Troilo escribió en 1957 este poema con música, “Nocturno a mi barrio”, para responder con ironía a los que lo acusaban de haber abandonado sus orígenes.
Sería demasiado pretencioso e imposible querer llegar a esas alturas, pero después de haber vivido durante casi treinta años en el conurbano norte regresé a “Capital” para empezar otra etapa de vida y aquella confusión se me instaló en la cabeza y en el corazón.
No volví a Caballito, territorio de mi adolescencia y los primeros años de mi vida adulta familiar, pero aterrizamos con mi mujer transitoriamente en Almagro, un barrio entonces cercano, hasta que encontremos el lugar definitivo. La idea del retorno fue motorizada por nuestros tres hijos, que desde hace tiempo se instalaron en la ciudad y pedían “estar más cerca”.
“¡Qué sé yo si era así… pero yo me lo acuerdo así”. Hoy el contraste con el ayer es tan grande que la frase de Pichuco queda vacía de sentido al intentar resumir el impacto de volver a la gran ciudad. El volumen de gente y de tráfico moviéndose por las calles abruma, aumentado por los ruidos y el aire que, por momentos, parece irrespirable.
Solo pararme en una esquina para esperar el cambio del semáforo alcanza para sentirme “rodeado” por lo que para mí es una verdadera multitud. Con una característica, que con mi mujer definimos con sumo cuidado para no ser “incorrectos”: “diversidad” es lo que observamos. Jóvenes, adultos mayores, casi niños (y no tanto) con el pelo de colores, intelectuales, gente de “Puán” o con señas de haber pasado por “Puán”, y la pobreza que se instaló en las calles, igual que al otro lado de la General Paz, pero en una dimensión tan intensa que se ve en esos rostros la encarnación de una frase de sociólogos y tan real: cómo nos hemos empobrecido en estos treinta años.
Hay otra cosa más intangible que percibo en este “hormigueo” rápido y furioso, una expresión que va de la crispación a la tristeza y, en el mejor de los casos, a una calma que podría intuir como pasajera.
“¿Ustedes vienen de zona norte?”, nos preguntó a mi esposa y a mí una agente inmobiliaria de una de tantas búsquedas que estamos encarando. “Yo vivo por allá. Y habrán notado que la gente vive de una manera que parece estar siempre de vacaciones”. No es tan idílico, desde ya. Pero otra vez se imponen el volumen y la proporción por franjas sociales. Aquí todo se trata de llegar a tiempo y a fin de mes. No es una queja, es una observación de la realidad.
Imágenes que van y vienen. El Parque Rivadavia, lugar de encuentros juveniles en cualquier momento; la Federación de Box, donde un huracán llamado Raúl Alfonsín empezó el ascenso definitivo, en el invierno de 1982. El subte, que te deja en minutos en cualquier lugar del centro para esas citas espontáneas, casi sin planificación.
Esos lugares ya no son los mismos; la gente, tampoco. Nosotros, tampoco, lo que antes nos seducía hoy nos causa cierto rechazo. Crecimos, y hacia otros objetivos.
Sin embargo, volver tiene sus encantos por lo que fue y por lo que pueda venir. La línea A no es más de madera, pero te lleva a cualquier encuentro mucho más rápido que hacerlo desde Martínez. Y no es imprescindible subirse al auto.
Es curioso: creí que me iba a costar mucho más dejar el verde y los árboles de las veredas del norte, los vecinos de diálogo cotidiano.
Mi corazón está abierto para sentir y entender el cambio.
“Mi barrio era así, así, así. Es decir, ¡qué se yo si era así… pero yo me lo acuerdo así! Con Giacumin, el carbuña [carbonero] de la esquina, que tenía las hornallas [fosas nasales] llenas de hollín. Y que jugó siempre de ‘jas’ izquierdo al lado mío, ¡tal vez pa’ estar más cerca de mi corazón!”. “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo… pero cuándo? ¡Si siempre estoy llegando!”.
El Gordo Troilo escribió en 1957 este poema con música, “Nocturno a mi barrio”, para responder con ironía a los que lo acusaban de haber abandonado sus orígenes.
Sería demasiado pretencioso e imposible querer llegar a esas alturas, pero después de haber vivido durante casi treinta años en el conurbano norte regresé a “Capital” para empezar otra etapa de vida y aquella confusión se me instaló en la cabeza y en el corazón.
No volví a Caballito, territorio de mi adolescencia y los primeros años de mi vida adulta familiar, pero aterrizamos con mi mujer transitoriamente en Almagro, un barrio entonces cercano, hasta que encontremos el lugar definitivo. La idea del retorno fue motorizada por nuestros tres hijos, que desde hace tiempo se instalaron en la ciudad y pedían “estar más cerca”.
“¡Qué sé yo si era así… pero yo me lo acuerdo así”. Hoy el contraste con el ayer es tan grande que la frase de Pichuco queda vacía de sentido al intentar resumir el impacto de volver a la gran ciudad. El volumen de gente y de tráfico moviéndose por las calles abruma, aumentado por los ruidos y el aire que, por momentos, parece irrespirable.
Solo pararme en una esquina para esperar el cambio del semáforo alcanza para sentirme “rodeado” por lo que para mí es una verdadera multitud. Con una característica, que con mi mujer definimos con sumo cuidado para no ser “incorrectos”: “diversidad” es lo que observamos. Jóvenes, adultos mayores, casi niños (y no tanto) con el pelo de colores, intelectuales, gente de “Puán” o con señas de haber pasado por “Puán”, y la pobreza que se instaló en las calles, igual que al otro lado de la General Paz, pero en una dimensión tan intensa que se ve en esos rostros la encarnación de una frase de sociólogos y tan real: cómo nos hemos empobrecido en estos treinta años.
Hay otra cosa más intangible que percibo en este “hormigueo” rápido y furioso, una expresión que va de la crispación a la tristeza y, en el mejor de los casos, a una calma que podría intuir como pasajera.
“¿Ustedes vienen de zona norte?”, nos preguntó a mi esposa y a mí una agente inmobiliaria de una de tantas búsquedas que estamos encarando. “Yo vivo por allá. Y habrán notado que la gente vive de una manera que parece estar siempre de vacaciones”. No es tan idílico, desde ya. Pero otra vez se imponen el volumen y la proporción por franjas sociales. Aquí todo se trata de llegar a tiempo y a fin de mes. No es una queja, es una observación de la realidad.
Imágenes que van y vienen. El Parque Rivadavia, lugar de encuentros juveniles en cualquier momento; la Federación de Box, donde un huracán llamado Raúl Alfonsín empezó el ascenso definitivo, en el invierno de 1982. El subte, que te deja en minutos en cualquier lugar del centro para esas citas espontáneas, casi sin planificación.
Esos lugares ya no son los mismos; la gente, tampoco. Nosotros, tampoco, lo que antes nos seducía hoy nos causa cierto rechazo. Crecimos, y hacia otros objetivos.
Sin embargo, volver tiene sus encantos por lo que fue y por lo que pueda venir. La línea A no es más de madera, pero te lleva a cualquier encuentro mucho más rápido que hacerlo desde Martínez. Y no es imprescindible subirse al auto.
Es curioso: creí que me iba a costar mucho más dejar el verde y los árboles de las veredas del norte, los vecinos de diálogo cotidiano.
Mi corazón está abierto para sentir y entender el cambio.
“Mi barrio era así, así, así. Es decir, ¡qué se yo si era así… pero yo me lo acuerdo así! Con Giacumin, el carbuña [carbonero] de la esquina, que tenía las hornallas [fosas nasales] llenas de hollín. Y que jugó siempre de ‘jas’ izquierdo al lado mío, ¡tal vez pa’ estar más cerca de mi corazón!”. “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo… pero cuándo? ¡Si siempre estoy llegando!”.El Gordo Troilo escribió en 1957 este poema con música, “Nocturno a mi barrio”, para responder con ironía a los que lo acusaban de haber abandonado sus orígenes. Sería demasiado pretencioso e imposible querer llegar a esas alturas, pero después de haber vivido durante casi treinta años en el conurbano norte regresé a “Capital” para empezar otra etapa de vida y aquella confusión se me instaló en la cabeza y en el corazón. No volví a Caballito, territorio de mi adolescencia y los primeros años de mi vida adulta familiar, pero aterrizamos con mi mujer transitoriamente en Almagro, un barrio entonces cercano, hasta que encontremos el lugar definitivo. La idea del retorno fue motorizada por nuestros tres hijos, que desde hace tiempo se instalaron en la ciudad y pedían “estar más cerca”.“¡Qué sé yo si era así… pero yo me lo acuerdo así”. Hoy el contraste con el ayer es tan grande que la frase de Pichuco queda vacía de sentido al intentar resumir el impacto de volver a la gran ciudad. El volumen de gente y de tráfico moviéndose por las calles abruma, aumentado por los ruidos y el aire que, por momentos, parece irrespirable. Solo pararme en una esquina para esperar el cambio del semáforo alcanza para sentirme “rodeado” por lo que para mí es una verdadera multitud. Con una característica, que con mi mujer definimos con sumo cuidado para no ser “incorrectos”: “diversidad” es lo que observamos. Jóvenes, adultos mayores, casi niños (y no tanto) con el pelo de colores, intelectuales, gente de “Puán” o con señas de haber pasado por “Puán”, y la pobreza que se instaló en las calles, igual que al otro lado de la General Paz, pero en una dimensión tan intensa que se ve en esos rostros la encarnación de una frase de sociólogos y tan real: cómo nos hemos empobrecido en estos treinta años. Hay otra cosa más intangible que percibo en este “hormigueo” rápido y furioso, una expresión que va de la crispación a la tristeza y, en el mejor de los casos, a una calma que podría intuir como pasajera. “¿Ustedes vienen de zona norte?”, nos preguntó a mi esposa y a mí una agente inmobiliaria de una de tantas búsquedas que estamos encarando. “Yo vivo por allá. Y habrán notado que la gente vive de una manera que parece estar siempre de vacaciones”. No es tan idílico, desde ya. Pero otra vez se imponen el volumen y la proporción por franjas sociales. Aquí todo se trata de llegar a tiempo y a fin de mes. No es una queja, es una observación de la realidad. Imágenes que van y vienen. El Parque Rivadavia, lugar de encuentros juveniles en cualquier momento; la Federación de Box, donde un huracán llamado Raúl Alfonsín empezó el ascenso definitivo, en el invierno de 1982. El subte, que te deja en minutos en cualquier lugar del centro para esas citas espontáneas, casi sin planificación. Esos lugares ya no son los mismos; la gente, tampoco. Nosotros, tampoco, lo que antes nos seducía hoy nos causa cierto rechazo. Crecimos, y hacia otros objetivos. Sin embargo, volver tiene sus encantos por lo que fue y por lo que pueda venir. La línea A no es más de madera, pero te lleva a cualquier encuentro mucho más rápido que hacerlo desde Martínez. Y no es imprescindible subirse al auto. Es curioso: creí que me iba a costar mucho más dejar el verde y los árboles de las veredas del norte, los vecinos de diálogo cotidiano. Mi corazón está abierto para sentir y entender el cambio. LA NACION