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sábado, mayo 17, 2025
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Un Thoreau que tomaba mate

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Pepe Mujica fue una rareza. Una rareza bien uruguaya, aunque Uruguay, “la Suiza de América”, no se caracteriza por sus excentricidades. Lo más raro de todo es que Mujica se convirtió en un “único en su especie” por ser el más uruguayo entre los uruguayos. Para entender la paradoja hay que abrir el foco. En un mundo donde la velocidad, la ostentación, el sinsentido y el ansia de poder ganan terreno a pasos agigantados, Mujica era algo así como el último de los mohicanos. Encarnó valores de una civilización que agoniza. Escucharlo hablar, sobre todo en sus últimos años, era recordar aquello que alguna vez fuimos. O despedirse de todo eso. Los que peregrinaban hasta su rancho llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontraban. Con su partida se va un mundo.

El reconocido periodista uruguayo Tomás Linn diría que caí en el estereotipo. “Hay una noción arraigada de que los uruguayos son austeros, que tienen un estilo de vida característico de la clase media, por lo que nadie comete excesos ni gasta en lo innecesario”, escribió Tomás, columnista del diario El País de Montevideo y profesor de periodismo, en un libro sobre la idiosincrasia de sus compatriotas donde desmiente esta idea. A la luz de sus agudas observaciones, hoy Mujica también sería un “raro” entre los mismos uruguayos. Alguien que no solo habla de las virtudes de la austeridad, sino que además selló su prédica con el testimonio de su vida. Eso es coherencia, otro bien escaso.

Los que peregrinaban hasta su rancho de Rincón del Cerro llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontraban

No se trata de idealizarlo, sino de entender por qué la muerte de un expresidente de un pequeño país del hemisferio sur concitó el martes la atención mundial. Su vida habrá estado plagada de errores y contradicciones, como la de cualquiera. Lo repetía él mismo en sus intentos de escabullirse del lugar ejemplar en el que la prensa lo quería ubicar. Sin embargo, no podía escapar de lo que su figura representaba para quienes veían en él atributos dignos de admiración. Acaso porque había una distancia muy corta, casi inexistente, entre aquello que su persona representaba y lo que en verdad era. Lo asistía la fuerza de lo auténtico. Eso no se compra. Su sencillez era un hecho. Lo consumaba en palabras y en actos. Acaso la evidencia más clara sea el rancho de Rincón del Cerro, con piso de cemento alisado, en el que vivió a gusto junto con su esposa Lucía Topolansky hasta el último de sus días. O el viejo y noble Fusca con el que entró y salió de la presidencia y condujo hasta que pudo (https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-viejo-y-noble-fusca-de-pepe-mujica-nid1740344/).

Fue un político, y hay quienes lo aman y quienes lo odian. Alentado por los vientos de época, cayó en el error de creer que el cambio llegaría a través de las armas. Pagó en la cárcel de la dictadura. Después abrazó valores republicanos y no guardó odios ni rencores, como se aprecia en la entrevista que Hugo Alconada Mon le hizo en su casa a fines del año pasado (https://www.youtube.com/watch?v=L891YHLSSws). Allí habla, no como un sabio, sino como un hombre que aprendió algo de la vida y actúa en consecuencia. Se sabe que fue un gran lector (durante esa entrevista tiene a mano el libro Nexus, de Yuval NoahHarari, con quien, cuenta, tuvo una conversación telefónica reciente). Pero se intuye que lo que sabe lo adquirió más de la experiencia que de los libros. Quizá por eso sus críticas al capitalismo y a la fiebre consumista no pasan por la teoría, sino que apuntan a la forma en que malgastamos la vida yendo detrás de bienes que, por muchos que sean, nunca son suficientes.

“Como todos los seres vivos, tenemos una cuota de egoísmo fuerte porque estamos planificados para luchar por vivir. Lo primero que existe no es la libertad, es la necesidad. O cubrís la necesidad o te morís. Cubiertas las necesidades, ahí se puede empezar a hablar de libertad. Ahora, la trampa está en que los seres humanos podemos hacer infinito el camino de las necesidades. Por lo tanto, dejamos la libertad en el camino”, dice en Los indomables, libro en el que el periodista Pablo Cohen dialoga con él y con su esposa. “Y después cuanto más, mejor, ¿verdad?”, azuza Cohen. El problema, responde Mujica, es que el “cuanto más” puede no acabar nunca. “Entonces, es una vida esclavizada. Vivimos pagando cuentas”, cierra.

En la entrevista con Alconada Mon, Mujica afirma que solo es libre quien dispone de tiempo para hacer lo que le gusta y motiva. Un padre tiene dos trabajos porque quiere que no le falta nada a su hijo, claro, pero en ese empeño lo que al final le falta al hijo es el padre. Hay que trabajar para vivir, concluye, pero no vivir para trabajar. ¿Para qué tener diez pares de zapatos, si uno bueno puede durar diez o quince años?, dice, mientras por encima de su viejo tamango le asoma una media raída.

Rincón del Cerro no es Walden Pond. Pero, más allá de las ideologías, en su crítica a la producción y el consumo indiscriminados Mujica es una suerte de Thoreau del siglo XXI. Nos viene a advertir que, en la vorágine de un mundo fuera de control, estamos olvidando lo esencial. Y no hay duda de que hay una necesidad de volver a eso. Al menos es lo que se deduce del modo en que, desde los cuatro puntos cardinales, despedimos a este hombre sencillo.

Pepe Mujica fue una rareza. Una rareza bien uruguaya, aunque Uruguay, “la Suiza de América”, no se caracteriza por sus excentricidades. Lo más raro de todo es que Mujica se convirtió en un “único en su especie” por ser el más uruguayo entre los uruguayos. Para entender la paradoja hay que abrir el foco. En un mundo donde la velocidad, la ostentación, el sinsentido y el ansia de poder ganan terreno a pasos agigantados, Mujica era algo así como el último de los mohicanos. Encarnó valores de una civilización que agoniza. Escucharlo hablar, sobre todo en sus últimos años, era recordar aquello que alguna vez fuimos. O despedirse de todo eso. Los que peregrinaban hasta su rancho llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontraban. Con su partida se va un mundo.

El reconocido periodista uruguayo Tomás Linn diría que caí en el estereotipo. “Hay una noción arraigada de que los uruguayos son austeros, que tienen un estilo de vida característico de la clase media, por lo que nadie comete excesos ni gasta en lo innecesario”, escribió Tomás, columnista del diario El País de Montevideo y profesor de periodismo, en un libro sobre la idiosincrasia de sus compatriotas donde desmiente esta idea. A la luz de sus agudas observaciones, hoy Mujica también sería un “raro” entre los mismos uruguayos. Alguien que no solo habla de las virtudes de la austeridad, sino que además selló su prédica con el testimonio de su vida. Eso es coherencia, otro bien escaso.

Los que peregrinaban hasta su rancho de Rincón del Cerro llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontraban

No se trata de idealizarlo, sino de entender por qué la muerte de un expresidente de un pequeño país del hemisferio sur concitó el martes la atención mundial. Su vida habrá estado plagada de errores y contradicciones, como la de cualquiera. Lo repetía él mismo en sus intentos de escabullirse del lugar ejemplar en el que la prensa lo quería ubicar. Sin embargo, no podía escapar de lo que su figura representaba para quienes veían en él atributos dignos de admiración. Acaso porque había una distancia muy corta, casi inexistente, entre aquello que su persona representaba y lo que en verdad era. Lo asistía la fuerza de lo auténtico. Eso no se compra. Su sencillez era un hecho. Lo consumaba en palabras y en actos. Acaso la evidencia más clara sea el rancho de Rincón del Cerro, con piso de cemento alisado, en el que vivió a gusto junto con su esposa Lucía Topolansky hasta el último de sus días. O el viejo y noble Fusca con el que entró y salió de la presidencia y condujo hasta que pudo (https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-viejo-y-noble-fusca-de-pepe-mujica-nid1740344/).

Fue un político, y hay quienes lo aman y quienes lo odian. Alentado por los vientos de época, cayó en el error de creer que el cambio llegaría a través de las armas. Pagó en la cárcel de la dictadura. Después abrazó valores republicanos y no guardó odios ni rencores, como se aprecia en la entrevista que Hugo Alconada Mon le hizo en su casa a fines del año pasado (https://www.youtube.com/watch?v=L891YHLSSws). Allí habla, no como un sabio, sino como un hombre que aprendió algo de la vida y actúa en consecuencia. Se sabe que fue un gran lector (durante esa entrevista tiene a mano el libro Nexus, de Yuval NoahHarari, con quien, cuenta, tuvo una conversación telefónica reciente). Pero se intuye que lo que sabe lo adquirió más de la experiencia que de los libros. Quizá por eso sus críticas al capitalismo y a la fiebre consumista no pasan por la teoría, sino que apuntan a la forma en que malgastamos la vida yendo detrás de bienes que, por muchos que sean, nunca son suficientes.

“Como todos los seres vivos, tenemos una cuota de egoísmo fuerte porque estamos planificados para luchar por vivir. Lo primero que existe no es la libertad, es la necesidad. O cubrís la necesidad o te morís. Cubiertas las necesidades, ahí se puede empezar a hablar de libertad. Ahora, la trampa está en que los seres humanos podemos hacer infinito el camino de las necesidades. Por lo tanto, dejamos la libertad en el camino”, dice en Los indomables, libro en el que el periodista Pablo Cohen dialoga con él y con su esposa. “Y después cuanto más, mejor, ¿verdad?”, azuza Cohen. El problema, responde Mujica, es que el “cuanto más” puede no acabar nunca. “Entonces, es una vida esclavizada. Vivimos pagando cuentas”, cierra.

En la entrevista con Alconada Mon, Mujica afirma que solo es libre quien dispone de tiempo para hacer lo que le gusta y motiva. Un padre tiene dos trabajos porque quiere que no le falta nada a su hijo, claro, pero en ese empeño lo que al final le falta al hijo es el padre. Hay que trabajar para vivir, concluye, pero no vivir para trabajar. ¿Para qué tener diez pares de zapatos, si uno bueno puede durar diez o quince años?, dice, mientras por encima de su viejo tamango le asoma una media raída.

Rincón del Cerro no es Walden Pond. Pero, más allá de las ideologías, en su crítica a la producción y el consumo indiscriminados Mujica es una suerte de Thoreau del siglo XXI. Nos viene a advertir que, en la vorágine de un mundo fuera de control, estamos olvidando lo esencial. Y no hay duda de que hay una necesidad de volver a eso. Al menos es lo que se deduce del modo en que, desde los cuatro puntos cardinales, despedimos a este hombre sencillo.

 Pepe Mujica fue una rareza. Una rareza bien uruguaya, aunque Uruguay, “la Suiza de América”, no se caracteriza por sus excentricidades. Lo más raro de todo es que Mujica se convirtió en un “único en su especie” por ser el más uruguayo entre los uruguayos. Para entender la paradoja hay que abrir el foco. En un mundo donde la velocidad, la ostentación, el sinsentido y el ansia de poder ganan terreno a pasos agigantados, Mujica era algo así como el último de los mohicanos. Encarnó valores de una civilización que agoniza. Escucharlo hablar, sobre todo en sus últimos años, era recordar aquello que alguna vez fuimos. O despedirse de todo eso. Los que peregrinaban hasta su rancho llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontraban. Con su partida se va un mundo.El reconocido periodista uruguayo Tomás Linn diría que caí en el estereotipo. “Hay una noción arraigada de que los uruguayos son austeros, que tienen un estilo de vida característico de la clase media, por lo que nadie comete excesos ni gasta en lo innecesario”, escribió Tomás, columnista del diario El País de Montevideo y profesor de periodismo, en un libro sobre la idiosincrasia de sus compatriotas donde desmiente esta idea. A la luz de sus agudas observaciones, hoy Mujica también sería un “raro” entre los mismos uruguayos. Alguien que no solo habla de las virtudes de la austeridad, sino que además selló su prédica con el testimonio de su vida. Eso es coherencia, otro bien escaso. Los que peregrinaban hasta su rancho de Rincón del Cerro llegaban hasta allí en busca de una sencillez perdida. Y la encontrabanNo se trata de idealizarlo, sino de entender por qué la muerte de un expresidente de un pequeño país del hemisferio sur concitó el martes la atención mundial. Su vida habrá estado plagada de errores y contradicciones, como la de cualquiera. Lo repetía él mismo en sus intentos de escabullirse del lugar ejemplar en el que la prensa lo quería ubicar. Sin embargo, no podía escapar de lo que su figura representaba para quienes veían en él atributos dignos de admiración. Acaso porque había una distancia muy corta, casi inexistente, entre aquello que su persona representaba y lo que en verdad era. Lo asistía la fuerza de lo auténtico. Eso no se compra. Su sencillez era un hecho. Lo consumaba en palabras y en actos. Acaso la evidencia más clara sea el rancho de Rincón del Cerro, con piso de cemento alisado, en el que vivió a gusto junto con su esposa Lucía Topolansky hasta el último de sus días. O el viejo y noble Fusca con el que entró y salió de la presidencia y condujo hasta que pudo (https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-viejo-y-noble-fusca-de-pepe-mujica-nid1740344/).Fue un político, y hay quienes lo aman y quienes lo odian. Alentado por los vientos de época, cayó en el error de creer que el cambio llegaría a través de las armas. Pagó en la cárcel de la dictadura. Después abrazó valores republicanos y no guardó odios ni rencores, como se aprecia en la entrevista que Hugo Alconada Mon le hizo en su casa a fines del año pasado (https://www.youtube.com/watch?v=L891YHLSSws). Allí habla, no como un sabio, sino como un hombre que aprendió algo de la vida y actúa en consecuencia. Se sabe que fue un gran lector (durante esa entrevista tiene a mano el libro Nexus, de Yuval NoahHarari, con quien, cuenta, tuvo una conversación telefónica reciente). Pero se intuye que lo que sabe lo adquirió más de la experiencia que de los libros. Quizá por eso sus críticas al capitalismo y a la fiebre consumista no pasan por la teoría, sino que apuntan a la forma en que malgastamos la vida yendo detrás de bienes que, por muchos que sean, nunca son suficientes. “Como todos los seres vivos, tenemos una cuota de egoísmo fuerte porque estamos planificados para luchar por vivir. Lo primero que existe no es la libertad, es la necesidad. O cubrís la necesidad o te morís. Cubiertas las necesidades, ahí se puede empezar a hablar de libertad. Ahora, la trampa está en que los seres humanos podemos hacer infinito el camino de las necesidades. Por lo tanto, dejamos la libertad en el camino”, dice en Los indomables, libro en el que el periodista Pablo Cohen dialoga con él y con su esposa. “Y después cuanto más, mejor, ¿verdad?”, azuza Cohen. El problema, responde Mujica, es que el “cuanto más” puede no acabar nunca. “Entonces, es una vida esclavizada. Vivimos pagando cuentas”, cierra.En la entrevista con Alconada Mon, Mujica afirma que solo es libre quien dispone de tiempo para hacer lo que le gusta y motiva. Un padre tiene dos trabajos porque quiere que no le falta nada a su hijo, claro, pero en ese empeño lo que al final le falta al hijo es el padre. Hay que trabajar para vivir, concluye, pero no vivir para trabajar. ¿Para qué tener diez pares de zapatos, si uno bueno puede durar diez o quince años?, dice, mientras por encima de su viejo tamango le asoma una media raída. Rincón del Cerro no es Walden Pond. Pero, más allá de las ideologías, en su crítica a la producción y el consumo indiscriminados Mujica es una suerte de Thoreau del siglo XXI. Nos viene a advertir que, en la vorágine de un mundo fuera de control, estamos olvidando lo esencial. Y no hay duda de que hay una necesidad de volver a eso. Al menos es lo que se deduce del modo en que, desde los cuatro puntos cardinales, despedimos a este hombre sencillo.  LA NACION