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domingo, mayo 18, 2025
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La mujer que vuelca sus pensamientos y recuerdos en cuadernos mientras convive con la montaña

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“Yo no vivo en la montaña sino con ella, y esa diferencia es más que una palabra”, se planta la protagonista de una obra atrapante que se balancea entre el delirio y la cordura. Es decir, El monte de las furias (Random House), la nueva novela de Fernanda Trías, relevante escritora uruguaya que aquí explora la relación cuasi simbiótica entre una mujer y la naturaleza.

Así, tras el reconocimiento internacional de su anterior novela, Mugre rosa, donde abordó con una atmósfera opresiva ansiedades muy contemporáneas, Trías vuelve a sumergir al lector en un universo singular, esta vez marcado por la soledad del paisaje y la extraña tarea de su habitante: custodiar una valla en los confines de un bosque de niebla.

“Áspera, lírica, cruel y con la rarísima dulzura de las voces que casi nadie escucha”, dice otra gran escritora, Gabriela Cabezón Cámara, acerca de El monte de las furias, cuyo lenguaje poético atenúa la oscuridad de sucesos terribles. Porque, mientras se ocupa de sus tareas rurales, la montañesa vuelca sus pensamientos y recuerdos en cuadernos: las privaciones, los chancletazos, el anhelo por terminar el colegio. Pero un día aparece un cuerpo como si tal cosa; y luego otro, y otro… Lejos del giro esperable, los muertos sirven a la autora para hablar del acto del cuidado como una forma de resistencia silenciosa.

Entre sus obras más alabadas figuran el libro de cuentos No soñarás flores (2016) y novelas como La azotea (2001), La ciudad invencible (2014) y la citada Mugre rosa (2020), ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz y traducida a más de diez idiomas. Desde Bogotá, donde está afincada hace ya diez años, Fernanda Trías se aviene a discurrir sobre el universo tan inquietante como fascinante que propone en El monte…, tomándose una pausa de su labor como investigadora y docente de la maestría en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo.

-Qué oficio tan peculiar el de la montañesa, como salido de otro tiempo…

-Me interesaba que realizara una tarea absurda en apariencia: ella no sabe exactamente qué está haciendo, ni por qué, ni para quién. Eso fue lo primero que tuve, la imagen de esta mujer sola, conviviendo con la montaña, desarrollando una intimidad mientras cuida de algo que no entiende del todo. Hay algo kafkiano ahí, o quizás levreriano. Lo lindo es que, pese a todo, se lo toma muy en serio y le va encontrando un sentido.

-“Si te ponen un nombre raro (…) una se siente en la obligación de hacer algo importante para cumplirle al nombre. Si te ponen un nombre simple, de esos que están en todas las caras, corrés el riesgo de desaparecer y de convertirte en otra persona”. Lo apunta la montañesa en uno de sus cuadernos. ¿Una pista de por qué no le das un nombre?

-El nombre propio hubiese sido una distracción, porque lo que quería mostrar era cómo la nombraba el resto: mujer, montañesa, loca, rara… Basta salirse un poco de la media para ser vista de ese modo, cuando ¿quién te dice que no es una sabia, una mística…?

-Puede que no sepamos cómo se llama, pero la conocemos porque se narra a sí misma en cuadernos -diarios íntimos, en cierto modo- donde anota pensamientos sueltos, observaciones del monte, recuerdos de un pasado muy duro.

-Importa mucho el gesto de la escritura: que ella elija contarse a sí misma, nombrar con sus propias palabras. Aunque sus herramientas sean limitadas, ese lápiz se convierte en una forma de poder, un arma.

-¿Hay ahí una intención de que otros la lean, de trascender a través de la palabra?

-Cuando ella deja la casa, no se lleva sus cuadernos, tampoco los destruye. Renuncia al lenguaje como palabra de los hombres, pero al mismo tiempo deja esta marca, este registro, este ‘yo estuve aquí’.

De madres realmente terribles

“No hay indiferencia o crueldad más difícil de superar que la indiferencia o crueldad de una madre”, asevera la poeta e intelectual estadounidense Adrienne Rich en su ensayo Nacida de mujer (1976). Pensamiento que dialoga con cierta tradición literaria de autoras que han ido desmotando la imagen edulcorada de la maternidad para mostrar su costado más oscuro, feroz y contradictorio. De esta partida, la obra de Trías…

“Yo nací con el corazón detenido, la garganta apretada por el cordón que me unía al mundo y al mismo tiempo me mataba. Así empezamos, yo muerta y mi madre matándome”, la remembranza de la montañesa. El daño de su progenitora se sigue verbalizando: “Mi madre decía: ‘No servís ni para tirarte a la basura’”.

“Un vínculo difícil con la madre es la herida del origen. Por eso resalto la cuestión del cordón umbilical: esa violencia del corte, de la separación que deja una cicatriz, el ombligo, que a su vez sirve de recordatorio de que alguna vez hubo una unión total”, comenta Trías. “Separarse para constituirse como ser independiente, a veces requiere una forma de violencia”.

Si la madre encarna la herida, es la abuela quien deja una marca de ternura en la protagonista de una obra de linaje femenino fuerte, donde “tres generaciones se niegan unas a otras, se rechazan, se reivindican”.

Fernanda le ha dedicado El monte de las furias a su propia abuela, Perla, un gesto de homenaje y resarcimiento. “Tuvimos una relación muy cercana, viví con ella un tiempo en que mi madre no estaba. Pero cuando se enfermó, yo estaba yéndome de Montevideo y no estuve allí para cuidarla”. Durante años, esa ausencia se coló mientras dormía: “Soñaba con frecuencia que la tenía que cargar como quien carga a un bebé, como quien carga con culpa”. Cuando en la escritura de la novela surgió la figura de la abuela, Fernanda entendió que podía reparar algo, “como quien hace psicomagia”.

Un lugar en ninguna parte

El mundo que habita la mujer del monte carece casi de referencias que lo anclen en la realidad. Ella escribe sobre la Ciudad Roja, el Pueblo Pobre, las casas de los Rurales, y más allá, donde el camino de asfalto no llega, de su hogar en los linderos.

Aun así, Trías consagra la novela a los bosques de niebla colombianos, responsables -apunta la autora al cierre del libro, por fuera de la trama- “de filtrar cerca de la mitad del agua disponible para nuestros embalses”. Depósitos que, a causa de la tala, la urbanización y la ganadería, están bajo amenaza. “Aunque la geografía de El monte… no responda a ningún sitio preciso, quise homenajear a los cerros orientales, parte baja de la cordillera, que fueron mi compañía mientras escribí esta novela”.

Así como Mugre rosa tuvo su origen en una pesadilla recurrente, El monte… nació en curiosa circunstancia: en 2019, Trías se mudó a un apartamento en el límite de Bogotá justo donde terminaban los edificios y comenzaba la montaña silvestre. Desde su ventana no veía la ciudad sino el monte cerrado, un espacio de vegetación espesa. Entonces, se instaló en ella una sensación persistente: estar sola con la montaña, aislada, aunque supiera que detrás de ella había unos cuantos millones de habitantes. El frío y la humedad, que se filtraban por las rendijas de las ventanas, acentuaban la sensación de extrañamiento, que se potenciaría aún más cuando la cuarentena extremara la experiencia del encierro. “Fue en esas fechas cuando la voz de la protagonista de El monte…empezó a sonar con más fuerza”.

-En la novela, narran tanto la montañesa como la misma montaña. ¿Cómo surge la idea de construir esta historia a dos voces y a dos tiempos, el humano y el geológico?

-Se impuso que la montaña tuviera su propio punto de vista, que no quedara en segundo plano como mero paisaje, que fuera protagonista. Un desafío estético y narrativo que me permitió hacer movimientos más libres. Busqué un tono bien distinto para esos fragmentos: más denso, más mítico…

-En uno de estos capítulos, hay una alusión al Popol Vuh, libro sagrado de los mayas quiché, que daban a la montaña estatus divino en tanto unión de tierra, cielo e inframundo.

-En el liceo, el Popol Vuhera de lectura obligatoria, pero de adolescente yo sentía que no tenía nada que ver conmigo. En Uruguay persiste la fantasía de ser “europeos puros”, producto de un genocidio indígena que aún no se asume desde el Estado. La educación funcionó tan bien que yo me sentía ajena a ese texto. Recién muchos años después, al volver a leerlo, me sorprendió su vigencia: plantea cuestiones que hoy están en el centro de nuestras discusiones, como la relación con el territorio y la ética del cuidado. Ya en el siglo XVI, el Popol Vuh proponía que tal vez el sentido de la existencia era cuidar de todo lo creado.

Una nueva ética de la preservación

Las tareas de cuidado son un tema importante en la obra de Trías. En Mugre rosa, por ejemplo, es Delfa -la empleada doméstica que cría a la protagonista- quien encarna ese rol. O la propia protagonista al ocuparse en plena hecatombe de un chicuelo regordete y voraz que padece el síndrome de Prader Willi.

“El otro día leía algo que dijo Osvaldo Baigorria a propósito de su libro Terminal 2020, sobre la experiencia de cuidar a su pareja enferma. No recuerdo las palabras exactas, pero tenía que ver con que estas tareas, además de poco valoradas, se parecen al mito de Sísifo: implican un gesto repetitivo, una constancia agotadora”, señala nuestra entrevistada. Desde su mirada, pensar en una ética del cuidado implicaría cambiar de cuajo el sistema de valores; abandonar la lógica de la productividad y el inmediatismo.

En el caso de El monte de las furias, el gesto del cuidado se radicaliza cuando la montañesa atiende con cariño y esmero a los cadáveres que van apareciendo, uno tras otro, en el patio de su casa en el tramo más salvaje y alucinatorio de la novela. Si faltaba alguna prueba del talento de Trías para encontrar belleza en situaciones tremendas, basta ver el trato de su protagonista a los muertos: los limpia, les da sepultura, inventa rituales por su cuenta.

Después de publicada la novela, Fernanda se enteró de que, “en ciertos pueblos de Colombia, cuando los ríos arrastraban a los desaparecidos por la violencia armada, los campesinos recogían esos cuerpos y los enterraban dándoles su propio apellido, un acto conmovedor de adopción y de memoria”. En este país, advierte, un cuerpo que aparece de la nada no es realismo mágico: es realismo, a secas.

-Precisamente, ¿cómo te llevás con el periodismo que cataloga la novela como “realismo mágico al servicio de la ecocrítica”?

-El realismo mágico solo existió para un autor, García Márquez. No es una categoría que pueda replicarse. En todo caso, sería realismo ampliado. O bien, de tener que inscribirme en una tradición, ¿por qué no hablar de fantástico rioplatense?

Liberando la rabia

En la mitología griega, las erinias eran fuerzas primitivas que no reconocían más que su propia autoridad. Según ciertos relatos, ellas -que castigaban los crímenes contra la familia- nacieron de las gotas de sangre que impregnaron la tierra cuando el dios primordial Urano fue mutilado por uno de sus vástagos. Los romanos se apropiarían de este mito dándole otro nombre a las temibles vengadoras, desde aquel entonces “furias”.

La mujer de El monte…también sangra sobre la tierra. “Yo me vacío y la montaña me llena”, dice en alusión a esos cuerpos sin vida, que entiende como frutos u ofrendas de la naturaleza.La furia del título, empero, tiene otra razón de ser: la ira que tanto le cuesta nombrar a la protagonista y a otras mujeres, a las que históricamente se les ha vedado expresar esta emoción visceral. Por eso, frente a su realidad inclemente y a las violencias reiteradas, ella se expresa como puede: en sus palabras, se le alborota “la sangre envenenada”.

“Empieza llamando a la rabia un veneno, entendiendo que lo debe drenar. Pero poco a poco va reclamando esa ira para sí. Deja de ser un veneno que la humilla o la lastima y se convierte en una fuerza, una emoción que la ayuda a entender quién es y a construir su identidad. Al reclamar su furia, también reclama su lugar”, describe Trías.

– ¿Dirías que El monte…es tu novela más compleja técnicamente?

– Eso me han dicho, en el sentido de que es la más simbólica, la que tiene más planos o capas. Pero al mismo tiempo creo que se lee con más ligereza que otros trabajos míos, como un soplo de aire. De lo que sí estoy segura: es mi novela más querida, le tengo mucho cariño. De todos mis libros, me resulta el más misterioso, lo escribí casi en un trance. Todo lo que hoy puedo elaborar sobre el libro surgió después, durante los dos años que pasé releyendo y corrigiendo.

– Hay autores que, cuando escriben, dialogan con otros autores. Otros, con sus lectores. ¿Cuál sería tu caso?

– De tener que elegir, diría que soy de las que dialoga con otros autores. Siempre que escribo, estoy leyendo mucho, buscando textos que me sirvan como referentes. Digo referentes, no influencias, porque la influencia implica unidireccionalidad. Me gusta pensarme dentro de una constelación, conversando de distintas maneras con otros escritores.

-Mientras escribías El monte…, ¿qué estabas leyendo?

-Uf, leí bastante. El gran cuaderno, de Agota Kristof, por ejemplo; o bien, textos de Olga Tokarczuk. Suyo el concepto de narrador tierno: esa idea de mostrar el mundo como algo vivo, interconectado, cooperativo y codependiente. Otra lectura importante fue Eisejuaz, de Sara Gallardo, por cómo logra plasmar lo místico.

-Sos madrugadora para escribir, casi tanto como Toni Morrison que, por motivos de fuerza mayor, arrancaba a las 4, 5. ¿Seguís manteniendo ese hábito?

-Antes empezaba a las 6, pero cada vez me cuesta más comenzar tan temprano. Sigo prefiriendo la mañana; me gusta que la escritura sea una extensión del sueño, antes de que se cuele el ruido del mundo exterior que cuesta tanto sacarse de encima.

“Yo no vivo en la montaña sino con ella, y esa diferencia es más que una palabra”, se planta la protagonista de una obra atrapante que se balancea entre el delirio y la cordura. Es decir, El monte de las furias (Random House), la nueva novela de Fernanda Trías, relevante escritora uruguaya que aquí explora la relación cuasi simbiótica entre una mujer y la naturaleza.

Así, tras el reconocimiento internacional de su anterior novela, Mugre rosa, donde abordó con una atmósfera opresiva ansiedades muy contemporáneas, Trías vuelve a sumergir al lector en un universo singular, esta vez marcado por la soledad del paisaje y la extraña tarea de su habitante: custodiar una valla en los confines de un bosque de niebla.

“Áspera, lírica, cruel y con la rarísima dulzura de las voces que casi nadie escucha”, dice otra gran escritora, Gabriela Cabezón Cámara, acerca de El monte de las furias, cuyo lenguaje poético atenúa la oscuridad de sucesos terribles. Porque, mientras se ocupa de sus tareas rurales, la montañesa vuelca sus pensamientos y recuerdos en cuadernos: las privaciones, los chancletazos, el anhelo por terminar el colegio. Pero un día aparece un cuerpo como si tal cosa; y luego otro, y otro… Lejos del giro esperable, los muertos sirven a la autora para hablar del acto del cuidado como una forma de resistencia silenciosa.

Entre sus obras más alabadas figuran el libro de cuentos No soñarás flores (2016) y novelas como La azotea (2001), La ciudad invencible (2014) y la citada Mugre rosa (2020), ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz y traducida a más de diez idiomas. Desde Bogotá, donde está afincada hace ya diez años, Fernanda Trías se aviene a discurrir sobre el universo tan inquietante como fascinante que propone en El monte…, tomándose una pausa de su labor como investigadora y docente de la maestría en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo.

-Qué oficio tan peculiar el de la montañesa, como salido de otro tiempo…

-Me interesaba que realizara una tarea absurda en apariencia: ella no sabe exactamente qué está haciendo, ni por qué, ni para quién. Eso fue lo primero que tuve, la imagen de esta mujer sola, conviviendo con la montaña, desarrollando una intimidad mientras cuida de algo que no entiende del todo. Hay algo kafkiano ahí, o quizás levreriano. Lo lindo es que, pese a todo, se lo toma muy en serio y le va encontrando un sentido.

-“Si te ponen un nombre raro (…) una se siente en la obligación de hacer algo importante para cumplirle al nombre. Si te ponen un nombre simple, de esos que están en todas las caras, corrés el riesgo de desaparecer y de convertirte en otra persona”. Lo apunta la montañesa en uno de sus cuadernos. ¿Una pista de por qué no le das un nombre?

-El nombre propio hubiese sido una distracción, porque lo que quería mostrar era cómo la nombraba el resto: mujer, montañesa, loca, rara… Basta salirse un poco de la media para ser vista de ese modo, cuando ¿quién te dice que no es una sabia, una mística…?

-Puede que no sepamos cómo se llama, pero la conocemos porque se narra a sí misma en cuadernos -diarios íntimos, en cierto modo- donde anota pensamientos sueltos, observaciones del monte, recuerdos de un pasado muy duro.

-Importa mucho el gesto de la escritura: que ella elija contarse a sí misma, nombrar con sus propias palabras. Aunque sus herramientas sean limitadas, ese lápiz se convierte en una forma de poder, un arma.

-¿Hay ahí una intención de que otros la lean, de trascender a través de la palabra?

-Cuando ella deja la casa, no se lleva sus cuadernos, tampoco los destruye. Renuncia al lenguaje como palabra de los hombres, pero al mismo tiempo deja esta marca, este registro, este ‘yo estuve aquí’.

De madres realmente terribles

“No hay indiferencia o crueldad más difícil de superar que la indiferencia o crueldad de una madre”, asevera la poeta e intelectual estadounidense Adrienne Rich en su ensayo Nacida de mujer (1976). Pensamiento que dialoga con cierta tradición literaria de autoras que han ido desmotando la imagen edulcorada de la maternidad para mostrar su costado más oscuro, feroz y contradictorio. De esta partida, la obra de Trías…

“Yo nací con el corazón detenido, la garganta apretada por el cordón que me unía al mundo y al mismo tiempo me mataba. Así empezamos, yo muerta y mi madre matándome”, la remembranza de la montañesa. El daño de su progenitora se sigue verbalizando: “Mi madre decía: ‘No servís ni para tirarte a la basura’”.

“Un vínculo difícil con la madre es la herida del origen. Por eso resalto la cuestión del cordón umbilical: esa violencia del corte, de la separación que deja una cicatriz, el ombligo, que a su vez sirve de recordatorio de que alguna vez hubo una unión total”, comenta Trías. “Separarse para constituirse como ser independiente, a veces requiere una forma de violencia”.

Si la madre encarna la herida, es la abuela quien deja una marca de ternura en la protagonista de una obra de linaje femenino fuerte, donde “tres generaciones se niegan unas a otras, se rechazan, se reivindican”.

Fernanda le ha dedicado El monte de las furias a su propia abuela, Perla, un gesto de homenaje y resarcimiento. “Tuvimos una relación muy cercana, viví con ella un tiempo en que mi madre no estaba. Pero cuando se enfermó, yo estaba yéndome de Montevideo y no estuve allí para cuidarla”. Durante años, esa ausencia se coló mientras dormía: “Soñaba con frecuencia que la tenía que cargar como quien carga a un bebé, como quien carga con culpa”. Cuando en la escritura de la novela surgió la figura de la abuela, Fernanda entendió que podía reparar algo, “como quien hace psicomagia”.

Un lugar en ninguna parte

El mundo que habita la mujer del monte carece casi de referencias que lo anclen en la realidad. Ella escribe sobre la Ciudad Roja, el Pueblo Pobre, las casas de los Rurales, y más allá, donde el camino de asfalto no llega, de su hogar en los linderos.

Aun así, Trías consagra la novela a los bosques de niebla colombianos, responsables -apunta la autora al cierre del libro, por fuera de la trama- “de filtrar cerca de la mitad del agua disponible para nuestros embalses”. Depósitos que, a causa de la tala, la urbanización y la ganadería, están bajo amenaza. “Aunque la geografía de El monte… no responda a ningún sitio preciso, quise homenajear a los cerros orientales, parte baja de la cordillera, que fueron mi compañía mientras escribí esta novela”.

Así como Mugre rosa tuvo su origen en una pesadilla recurrente, El monte… nació en curiosa circunstancia: en 2019, Trías se mudó a un apartamento en el límite de Bogotá justo donde terminaban los edificios y comenzaba la montaña silvestre. Desde su ventana no veía la ciudad sino el monte cerrado, un espacio de vegetación espesa. Entonces, se instaló en ella una sensación persistente: estar sola con la montaña, aislada, aunque supiera que detrás de ella había unos cuantos millones de habitantes. El frío y la humedad, que se filtraban por las rendijas de las ventanas, acentuaban la sensación de extrañamiento, que se potenciaría aún más cuando la cuarentena extremara la experiencia del encierro. “Fue en esas fechas cuando la voz de la protagonista de El monte…empezó a sonar con más fuerza”.

-En la novela, narran tanto la montañesa como la misma montaña. ¿Cómo surge la idea de construir esta historia a dos voces y a dos tiempos, el humano y el geológico?

-Se impuso que la montaña tuviera su propio punto de vista, que no quedara en segundo plano como mero paisaje, que fuera protagonista. Un desafío estético y narrativo que me permitió hacer movimientos más libres. Busqué un tono bien distinto para esos fragmentos: más denso, más mítico…

-En uno de estos capítulos, hay una alusión al Popol Vuh, libro sagrado de los mayas quiché, que daban a la montaña estatus divino en tanto unión de tierra, cielo e inframundo.

-En el liceo, el Popol Vuhera de lectura obligatoria, pero de adolescente yo sentía que no tenía nada que ver conmigo. En Uruguay persiste la fantasía de ser “europeos puros”, producto de un genocidio indígena que aún no se asume desde el Estado. La educación funcionó tan bien que yo me sentía ajena a ese texto. Recién muchos años después, al volver a leerlo, me sorprendió su vigencia: plantea cuestiones que hoy están en el centro de nuestras discusiones, como la relación con el territorio y la ética del cuidado. Ya en el siglo XVI, el Popol Vuh proponía que tal vez el sentido de la existencia era cuidar de todo lo creado.

Una nueva ética de la preservación

Las tareas de cuidado son un tema importante en la obra de Trías. En Mugre rosa, por ejemplo, es Delfa -la empleada doméstica que cría a la protagonista- quien encarna ese rol. O la propia protagonista al ocuparse en plena hecatombe de un chicuelo regordete y voraz que padece el síndrome de Prader Willi.

“El otro día leía algo que dijo Osvaldo Baigorria a propósito de su libro Terminal 2020, sobre la experiencia de cuidar a su pareja enferma. No recuerdo las palabras exactas, pero tenía que ver con que estas tareas, además de poco valoradas, se parecen al mito de Sísifo: implican un gesto repetitivo, una constancia agotadora”, señala nuestra entrevistada. Desde su mirada, pensar en una ética del cuidado implicaría cambiar de cuajo el sistema de valores; abandonar la lógica de la productividad y el inmediatismo.

En el caso de El monte de las furias, el gesto del cuidado se radicaliza cuando la montañesa atiende con cariño y esmero a los cadáveres que van apareciendo, uno tras otro, en el patio de su casa en el tramo más salvaje y alucinatorio de la novela. Si faltaba alguna prueba del talento de Trías para encontrar belleza en situaciones tremendas, basta ver el trato de su protagonista a los muertos: los limpia, les da sepultura, inventa rituales por su cuenta.

Después de publicada la novela, Fernanda se enteró de que, “en ciertos pueblos de Colombia, cuando los ríos arrastraban a los desaparecidos por la violencia armada, los campesinos recogían esos cuerpos y los enterraban dándoles su propio apellido, un acto conmovedor de adopción y de memoria”. En este país, advierte, un cuerpo que aparece de la nada no es realismo mágico: es realismo, a secas.

-Precisamente, ¿cómo te llevás con el periodismo que cataloga la novela como “realismo mágico al servicio de la ecocrítica”?

-El realismo mágico solo existió para un autor, García Márquez. No es una categoría que pueda replicarse. En todo caso, sería realismo ampliado. O bien, de tener que inscribirme en una tradición, ¿por qué no hablar de fantástico rioplatense?

Liberando la rabia

En la mitología griega, las erinias eran fuerzas primitivas que no reconocían más que su propia autoridad. Según ciertos relatos, ellas -que castigaban los crímenes contra la familia- nacieron de las gotas de sangre que impregnaron la tierra cuando el dios primordial Urano fue mutilado por uno de sus vástagos. Los romanos se apropiarían de este mito dándole otro nombre a las temibles vengadoras, desde aquel entonces “furias”.

La mujer de El monte…también sangra sobre la tierra. “Yo me vacío y la montaña me llena”, dice en alusión a esos cuerpos sin vida, que entiende como frutos u ofrendas de la naturaleza.La furia del título, empero, tiene otra razón de ser: la ira que tanto le cuesta nombrar a la protagonista y a otras mujeres, a las que históricamente se les ha vedado expresar esta emoción visceral. Por eso, frente a su realidad inclemente y a las violencias reiteradas, ella se expresa como puede: en sus palabras, se le alborota “la sangre envenenada”.

“Empieza llamando a la rabia un veneno, entendiendo que lo debe drenar. Pero poco a poco va reclamando esa ira para sí. Deja de ser un veneno que la humilla o la lastima y se convierte en una fuerza, una emoción que la ayuda a entender quién es y a construir su identidad. Al reclamar su furia, también reclama su lugar”, describe Trías.

– ¿Dirías que El monte…es tu novela más compleja técnicamente?

– Eso me han dicho, en el sentido de que es la más simbólica, la que tiene más planos o capas. Pero al mismo tiempo creo que se lee con más ligereza que otros trabajos míos, como un soplo de aire. De lo que sí estoy segura: es mi novela más querida, le tengo mucho cariño. De todos mis libros, me resulta el más misterioso, lo escribí casi en un trance. Todo lo que hoy puedo elaborar sobre el libro surgió después, durante los dos años que pasé releyendo y corrigiendo.

– Hay autores que, cuando escriben, dialogan con otros autores. Otros, con sus lectores. ¿Cuál sería tu caso?

– De tener que elegir, diría que soy de las que dialoga con otros autores. Siempre que escribo, estoy leyendo mucho, buscando textos que me sirvan como referentes. Digo referentes, no influencias, porque la influencia implica unidireccionalidad. Me gusta pensarme dentro de una constelación, conversando de distintas maneras con otros escritores.

-Mientras escribías El monte…, ¿qué estabas leyendo?

-Uf, leí bastante. El gran cuaderno, de Agota Kristof, por ejemplo; o bien, textos de Olga Tokarczuk. Suyo el concepto de narrador tierno: esa idea de mostrar el mundo como algo vivo, interconectado, cooperativo y codependiente. Otra lectura importante fue Eisejuaz, de Sara Gallardo, por cómo logra plasmar lo místico.

-Sos madrugadora para escribir, casi tanto como Toni Morrison que, por motivos de fuerza mayor, arrancaba a las 4, 5. ¿Seguís manteniendo ese hábito?

-Antes empezaba a las 6, pero cada vez me cuesta más comenzar tan temprano. Sigo prefiriendo la mañana; me gusta que la escritura sea una extensión del sueño, antes de que se cuele el ruido del mundo exterior que cuesta tanto sacarse de encima.

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