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domingo, junio 8, 2025
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“Tomó una receta clásica y la reformó”: Hace ochenta años un inmigrante francés trajo una idea que revolucionó las panaderías

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El aroma a pan recién horneado se siente varias cuadras antes de llegar a la intersección de Escobar y Zamudio, en pleno corazón de Villa Pueyrredón. Desde temprano, los maestros panaderos están horneando pebetes y cientos de panes de pancho encargados por las principales pancherías de Buenos Aires. “Este año estamos de aniversario. Cumplimos ocho décadas en el barrio”, cuenta con orgullo Alejandra Crohare, quien, junto a su hermano Sergio, está al frente de la histórica panadería La Flor de Pueyrredón.

Hoy, los hermanos se encargan de mantener más viva que nunca la tradición que comenzó su abuelo, un inmigrante francés. “Es un oficio milenario apasionante”, agrega Sergio, mientras comienza a reconstruir recuerdos del negocio familiar, entre bolsones de harina y largas madrugadas de amasado.

Esta historia comienza en la ciudad de Toulouse, Francia. Allí nació Don Juan Eliseo. En su pueblo, la familia Crohare tenía una pequeña boulangerie y, desde temprana edad, Juan aprendió el oficio de su padre, Beltrán. Era un niño curioso que adoraba quedarse horas observando cada movimiento de su maestro. Este le enseñaba la importancia de la buena materia prima, la paciencia para esperar los tiempos de leudado, y la precisión de cada uno de los movimientos para el amasado. El niño aprendió rápido y se apasionó con la elaboración de panes artesanales.

A mediados de la década del 40, en plena Segunda Guerra Mundial, Juan preparó sus maletas y se embarcó rumbo a “La América” en busca de nuevas oportunidades. Tras un largo viaje, llegó a Buenos Aires con “una mano atrás y otra adelante”, pero con el corazón lleno de esperanzas.

Se instaló en el barrio de Villa Urquiza y en 1945 consiguió un empleo en una panadería cercana a su casa. Su carta de presentación fueron las enseñanzas de su padre.

El antiguo dueño de “La Flor de Pueyrredón” quedó maravillado con su dedicación y lo tomó como encargado del negocio. Al verlo entusiasmado, nueve meses después le ofreció venderle el fondo de comercio, con la condición: mantener su nombre original. Es que como con los barcos, a las panaderías les aconsejan no cambiarles el nombre. “Mi abuelo compró el local a pagar y se hizo cargo junto a su mujer Susana Lucía Botti y sus cuatro hijos. Mi padre, Juan Carlos, era el menor y siempre nos contaba que a los nueve años él se encargaba de realizar el reparto del pan en triciclo. Más adelante, aprendió el mágico oficio de panadero”, relata Sergio emocionado. En aquella época, además de panes, ofrecían facturas, tortas y otros productos artesanales de pastelería.

Una vecina del barrio, Martha Clara Fuentes era fiel clienta de la panadería. Toda su familia trabajaba en la antigua fábrica de textiles La Grafa, a una cuadra del local. Por casualidad, Martha vio un cartel en la vidriera que en la panadería buscaban personal. No dudó en presentarse. Tenía tan solo 16 años, pero por su simpatía quedó seleccionada. Allí conoció a Juan Carlos, el hijo del dueño. Los jovencitos trabajaban cómplices en la cuadra. Primero fueron amigos hasta que Cupido hizo de las suyas y se enamoraron. Dos años más tarde se pusieron de novios. Un romance que surgió al calor del horno (que supo alimentarse a leña y luego se adaptó a gas).

Fruto de su amor llegaron los hijos: Alejandra y Sergio. Ambos se criaron en el negocio familiar con cada uno de los secretos de las recetas de herencia. “Trabajamos desde los diez años y aprendimos de todos los puestos: desde atención al público hasta la producción. Es un oficio que se transmite de generación en generación”, asegura Sergio. De su infancia Alejandra recuerda la época de las Pascuas cuando las bellas estanterías se llenaban de huevos y figuras de chocolate de todos los tamaños. “Siempre nos hacían ayudar a acomodar los huevos y mi madre nos decía que, si encontrábamos alguno que esté roto, era para nosotros. Sergio que era muy pícaro y, cuando nadie lo miraba, tiraba las cajas al piso para llevarse más a casa”, rememora, entre risas.

A principios de la década del 70 el dueño de una panchería se acercó con un pedido singular: si podían elaborar un pan especial: un pan único para sus salchichas. Juan Carlos no dudó y comenzó a probar variantes. “Papá tomó la receta del pebete y la reformó. En ese momento no había aún panes de pancho en Argentina de esta calidad”, asegura Sergio. El resultado fue un éxito y, tras presentarse en un concurso en los años 90, el invento resultó ganador entre varias panaderías de Capital Federal.

El boca a boca hizo de las suyas, y comercios históricos como “Panchitos del Sol” o “Pancho Caliente” comenzaron a encargarles el nuevo producto. En los 80 y 90 el producto fue furor.

Según explica Alejandra, sus panes tienen una forma especial en el amasado y son 100% artesanales. “No tienen ningún tipo de conservantes. Ahora todo el mundo habla de masa madre, pero nosotros empezamos a usarla desde el día uno”, dice.

Cuando en el 2004 los hermanos tomaron las riendas del negocio, optaron por dedicarse exclusivamente a los panes de Viena, dado el crecimiento de la demanda. “Lo pedían muchísimo en las pancherías y quisimos especializarnos aún más”, asegura. Actualmente arrancan con el armado de los pedidos a las cinco de la mañana y a las dos de la tarde comienzan a producir el pan. “La fábrica no para, hay gente trabajando las 24 horas”, admiten.

Los hermanos están orgullosos de mantener viva una tradición que ya lleva tres generaciones. Desde el expresidente Carlos Menem, hasta figuras como Santiago del Moro y Marcelo Tinelli, han probado sus famosos panes.

Pero cuando se les pregunta qué es lo que más disfrutan del oficio, no dudan: acompañar a las familias y clientes con su pan en cada mesa, en cada celebración. “Es muy lindo cuando vienen clientes y nos dicen que cuando prueban un pebete nuestro vuelven a su infancia”, confiesan. La receta del bisabuelo francés sigue intacta al calor de un horno que pronto cumplirá 80 años, pero que arde con tanta pasión como el primer día.

El aroma a pan recién horneado se siente varias cuadras antes de llegar a la intersección de Escobar y Zamudio, en pleno corazón de Villa Pueyrredón. Desde temprano, los maestros panaderos están horneando pebetes y cientos de panes de pancho encargados por las principales pancherías de Buenos Aires. “Este año estamos de aniversario. Cumplimos ocho décadas en el barrio”, cuenta con orgullo Alejandra Crohare, quien, junto a su hermano Sergio, está al frente de la histórica panadería La Flor de Pueyrredón.

Hoy, los hermanos se encargan de mantener más viva que nunca la tradición que comenzó su abuelo, un inmigrante francés. “Es un oficio milenario apasionante”, agrega Sergio, mientras comienza a reconstruir recuerdos del negocio familiar, entre bolsones de harina y largas madrugadas de amasado.

Esta historia comienza en la ciudad de Toulouse, Francia. Allí nació Don Juan Eliseo. En su pueblo, la familia Crohare tenía una pequeña boulangerie y, desde temprana edad, Juan aprendió el oficio de su padre, Beltrán. Era un niño curioso que adoraba quedarse horas observando cada movimiento de su maestro. Este le enseñaba la importancia de la buena materia prima, la paciencia para esperar los tiempos de leudado, y la precisión de cada uno de los movimientos para el amasado. El niño aprendió rápido y se apasionó con la elaboración de panes artesanales.

A mediados de la década del 40, en plena Segunda Guerra Mundial, Juan preparó sus maletas y se embarcó rumbo a “La América” en busca de nuevas oportunidades. Tras un largo viaje, llegó a Buenos Aires con “una mano atrás y otra adelante”, pero con el corazón lleno de esperanzas.

Se instaló en el barrio de Villa Urquiza y en 1945 consiguió un empleo en una panadería cercana a su casa. Su carta de presentación fueron las enseñanzas de su padre.

El antiguo dueño de “La Flor de Pueyrredón” quedó maravillado con su dedicación y lo tomó como encargado del negocio. Al verlo entusiasmado, nueve meses después le ofreció venderle el fondo de comercio, con la condición: mantener su nombre original. Es que como con los barcos, a las panaderías les aconsejan no cambiarles el nombre. “Mi abuelo compró el local a pagar y se hizo cargo junto a su mujer Susana Lucía Botti y sus cuatro hijos. Mi padre, Juan Carlos, era el menor y siempre nos contaba que a los nueve años él se encargaba de realizar el reparto del pan en triciclo. Más adelante, aprendió el mágico oficio de panadero”, relata Sergio emocionado. En aquella época, además de panes, ofrecían facturas, tortas y otros productos artesanales de pastelería.

Una vecina del barrio, Martha Clara Fuentes era fiel clienta de la panadería. Toda su familia trabajaba en la antigua fábrica de textiles La Grafa, a una cuadra del local. Por casualidad, Martha vio un cartel en la vidriera que en la panadería buscaban personal. No dudó en presentarse. Tenía tan solo 16 años, pero por su simpatía quedó seleccionada. Allí conoció a Juan Carlos, el hijo del dueño. Los jovencitos trabajaban cómplices en la cuadra. Primero fueron amigos hasta que Cupido hizo de las suyas y se enamoraron. Dos años más tarde se pusieron de novios. Un romance que surgió al calor del horno (que supo alimentarse a leña y luego se adaptó a gas).

Fruto de su amor llegaron los hijos: Alejandra y Sergio. Ambos se criaron en el negocio familiar con cada uno de los secretos de las recetas de herencia. “Trabajamos desde los diez años y aprendimos de todos los puestos: desde atención al público hasta la producción. Es un oficio que se transmite de generación en generación”, asegura Sergio. De su infancia Alejandra recuerda la época de las Pascuas cuando las bellas estanterías se llenaban de huevos y figuras de chocolate de todos los tamaños. “Siempre nos hacían ayudar a acomodar los huevos y mi madre nos decía que, si encontrábamos alguno que esté roto, era para nosotros. Sergio que era muy pícaro y, cuando nadie lo miraba, tiraba las cajas al piso para llevarse más a casa”, rememora, entre risas.

A principios de la década del 70 el dueño de una panchería se acercó con un pedido singular: si podían elaborar un pan especial: un pan único para sus salchichas. Juan Carlos no dudó y comenzó a probar variantes. “Papá tomó la receta del pebete y la reformó. En ese momento no había aún panes de pancho en Argentina de esta calidad”, asegura Sergio. El resultado fue un éxito y, tras presentarse en un concurso en los años 90, el invento resultó ganador entre varias panaderías de Capital Federal.

El boca a boca hizo de las suyas, y comercios históricos como “Panchitos del Sol” o “Pancho Caliente” comenzaron a encargarles el nuevo producto. En los 80 y 90 el producto fue furor.

Según explica Alejandra, sus panes tienen una forma especial en el amasado y son 100% artesanales. “No tienen ningún tipo de conservantes. Ahora todo el mundo habla de masa madre, pero nosotros empezamos a usarla desde el día uno”, dice.

Cuando en el 2004 los hermanos tomaron las riendas del negocio, optaron por dedicarse exclusivamente a los panes de Viena, dado el crecimiento de la demanda. “Lo pedían muchísimo en las pancherías y quisimos especializarnos aún más”, asegura. Actualmente arrancan con el armado de los pedidos a las cinco de la mañana y a las dos de la tarde comienzan a producir el pan. “La fábrica no para, hay gente trabajando las 24 horas”, admiten.

Los hermanos están orgullosos de mantener viva una tradición que ya lleva tres generaciones. Desde el expresidente Carlos Menem, hasta figuras como Santiago del Moro y Marcelo Tinelli, han probado sus famosos panes.

Pero cuando se les pregunta qué es lo que más disfrutan del oficio, no dudan: acompañar a las familias y clientes con su pan en cada mesa, en cada celebración. “Es muy lindo cuando vienen clientes y nos dicen que cuando prueban un pebete nuestro vuelven a su infancia”, confiesan. La receta del bisabuelo francés sigue intacta al calor de un horno que pronto cumplirá 80 años, pero que arde con tanta pasión como el primer día.

 A mediados de 1940, Juan Eliseo Crohare llegó a la Argentina con un sueño bajo el brazo y el oficio de panadero que le había enseñado su padre en Toulouse  LA NACION