
“Mientras no lo contamos, el pasado no existe”. La frase de Juan Gabriel Vásquez no resuena solo como un planteo literario, sino como una advertencia política, una tesis antropológica y una urgencia ética. En el marco del ciclo Aprendemos Juntos organizado por BBVA, el escritor colombiano compartió su mirada sobre el poder de la ficción para mantener vivo lo que la historia oficial muchas veces quiere sepultar.
“Las novelas son lugares donde mantenemos el pasado con vida”, asegura. No es tanto una metáfora nostálgica como un eslogan de resistencia.
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Para Vásquez, son las zonas de la experiencia humana que la historia no logra capturar a través del archivo, de pruebas, donde la literatura adquiere un rol fundamental. Con la literatura, explica, se puede narrar lo que los documentos no registran: la textura emocional de un momento, las contradicciones íntimas de un personaje, la ambigüedad de los sucesos.
“Hay verdades que solo pueden decirse a través de la ficción”, insiste el escritor.
No se refiere a verdades ficticias, sino a las más profundas, que no caben en una estadística o en un expediente judicial. Como el miedo que atraviesa a una madre cuyo hijo desaparece en una dictadura. O la culpa silenciosa de quien se salva mientras otros no. Son emociones que ningún archivo guarda, pero que la literatura sí puede preservar.
“La historia y la literatura no se oponen, son complementarias si queremos tener una comprensión completa de nuestro pasado”, dice Vásquez.
Quien controla el pasado, controla el futuro
En este contexto, Vásquez trae a colación la advertencia orwelliana: quien controla el pasado, controla el futuro. “Por eso hay tanto interés en escribir ciertas versiones del pasado y suprimir otras. El pasado no es una lista de hechos: es un campo de batalla”.
Y es ahí donde el escritor entra, con sus herramientas: la imaginación, la empatía, la paciencia del que escarba. “Primero soy periodista, luego historiador, y recién al final, novelista”, admite. Su método es casi arqueológico: entrevistas, visitas a escenarios reales, consultas a archivos, una reconstrucción minuciosa antes de dejar que la ficción tome el mando.
¿Por qué todo ese trabajo si al final va a inventar? Porque la literatura no inventa hechos, inventa formas de decir la verdad. No busca reemplazar la historia, sino ampliar sus márgenes. Dar voz a quienes no la tuvieron. A los que no escribieron cartas ni dieron testimonio. A los que vivieron y murieron sin ser nombrados.
Vásquez va más allá, y establece una relación entre el espacio que se otorga a la literatura en una sociedad, con el nivel de libertad en la que esta vive. “Tengo la sospecha de que, cuanto más saludable una democracia, más espacio ocupa la literatura”, sugiere.
En tiempos de discursos únicos, de relatos oficiales y de negacionismos disfrazados de revisionismo, contar se vuelve un acto político y la ficción, paradójicamente, puede ser el espacio más honesto para hablar de lo que fue.
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Historiadores de emociones
“El novelista es una especie de historiador de las emociones”. De lo intangible, de lo que no figura en actas o crónicas. Porque, si una emoción no se cuenta, como el dato duro, también se pierde.
En esa frase cabe una ética: no hay comprensión del pasado sin una atención a lo subjetivo, a lo íntimo, a lo que late por debajo de los grandes eventos.
Profundizando en la importancia de contar historias, Vásquez plantea que, además de ser una forma de mantener vivo el pasado, es una forma de adelantarnos -e incluso forjar- el futuro.
“Las historias son una herramienta que nos sirve para imaginarnos en situaciones que no hemos vivido y anticiparnos a ellas para saber cómo atravesarlas cuando lleguen”, indica. “En las novelas que leemos, construimos nuestra identidad, entendemos cuáles son nuestras convicciones, nuestros valores, nos definimos”.
Además, el escritor hace énfasis en que, con frecuencia, las novelas son lugares donde pensamos lo que no se puede pensar, lo que muchas veces está prohibido pensar, y por lo tanto, se convierten en lugares de libertad.
También hay, en las palabras de Vásquez, un alegato contra la polarización. Esto, señala, se debe a que la literatura puede suspender el prejuicio y favorecer el encuentro, no por su afán conciliador, sino porque nos permite imaginar otras realidades sin la obligación de justificarlas.
“Las novelas nos dan acceso a los secretos más recónditos de las vidas ajenas, pero lo hacen sin hacer daño. Podemos vivir y dejar vivir, sin juzgar al otro”, dice. En tiempos donde el juicio moral parece anteceder la comprensión, esta función cobra especial relevancia.
Quizás por esto el novelista se anime a decir que la ficción es también una forma de justicia.
No de la que dictan los tribunales, sino de la que se escribe con sensibilidad. Contar es una forma de reparar. Y de resistir al olvido. “Las novelas son uno de esos lugares donde mantenemos la memoria de nuestros pueblos, donde rendimos homenaje a la gente que ha sufrido”, señala.”Cada sociedad debe decidir qué pasados merece recordar”.
“Mientras no lo contamos, el pasado no existe”. La frase de Juan Gabriel Vásquez no resuena solo como un planteo literario, sino como una advertencia política, una tesis antropológica y una urgencia ética. En el marco del ciclo Aprendemos Juntos organizado por BBVA, el escritor colombiano compartió su mirada sobre el poder de la ficción para mantener vivo lo que la historia oficial muchas veces quiere sepultar.
“Las novelas son lugares donde mantenemos el pasado con vida”, asegura. No es tanto una metáfora nostálgica como un eslogan de resistencia.
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Para Vásquez, son las zonas de la experiencia humana que la historia no logra capturar a través del archivo, de pruebas, donde la literatura adquiere un rol fundamental. Con la literatura, explica, se puede narrar lo que los documentos no registran: la textura emocional de un momento, las contradicciones íntimas de un personaje, la ambigüedad de los sucesos.
“Hay verdades que solo pueden decirse a través de la ficción”, insiste el escritor.
No se refiere a verdades ficticias, sino a las más profundas, que no caben en una estadística o en un expediente judicial. Como el miedo que atraviesa a una madre cuyo hijo desaparece en una dictadura. O la culpa silenciosa de quien se salva mientras otros no. Son emociones que ningún archivo guarda, pero que la literatura sí puede preservar.
“La historia y la literatura no se oponen, son complementarias si queremos tener una comprensión completa de nuestro pasado”, dice Vásquez.
Quien controla el pasado, controla el futuro
En este contexto, Vásquez trae a colación la advertencia orwelliana: quien controla el pasado, controla el futuro. “Por eso hay tanto interés en escribir ciertas versiones del pasado y suprimir otras. El pasado no es una lista de hechos: es un campo de batalla”.
Y es ahí donde el escritor entra, con sus herramientas: la imaginación, la empatía, la paciencia del que escarba. “Primero soy periodista, luego historiador, y recién al final, novelista”, admite. Su método es casi arqueológico: entrevistas, visitas a escenarios reales, consultas a archivos, una reconstrucción minuciosa antes de dejar que la ficción tome el mando.
¿Por qué todo ese trabajo si al final va a inventar? Porque la literatura no inventa hechos, inventa formas de decir la verdad. No busca reemplazar la historia, sino ampliar sus márgenes. Dar voz a quienes no la tuvieron. A los que no escribieron cartas ni dieron testimonio. A los que vivieron y murieron sin ser nombrados.
Vásquez va más allá, y establece una relación entre el espacio que se otorga a la literatura en una sociedad, con el nivel de libertad en la que esta vive. “Tengo la sospecha de que, cuanto más saludable una democracia, más espacio ocupa la literatura”, sugiere.
En tiempos de discursos únicos, de relatos oficiales y de negacionismos disfrazados de revisionismo, contar se vuelve un acto político y la ficción, paradójicamente, puede ser el espacio más honesto para hablar de lo que fue.
El mejor jugo para limpiar el hígado y eliminar el mal aliento: así se prepara
Historiadores de emociones
“El novelista es una especie de historiador de las emociones”. De lo intangible, de lo que no figura en actas o crónicas. Porque, si una emoción no se cuenta, como el dato duro, también se pierde.
En esa frase cabe una ética: no hay comprensión del pasado sin una atención a lo subjetivo, a lo íntimo, a lo que late por debajo de los grandes eventos.
Profundizando en la importancia de contar historias, Vásquez plantea que, además de ser una forma de mantener vivo el pasado, es una forma de adelantarnos -e incluso forjar- el futuro.
“Las historias son una herramienta que nos sirve para imaginarnos en situaciones que no hemos vivido y anticiparnos a ellas para saber cómo atravesarlas cuando lleguen”, indica. “En las novelas que leemos, construimos nuestra identidad, entendemos cuáles son nuestras convicciones, nuestros valores, nos definimos”.
Además, el escritor hace énfasis en que, con frecuencia, las novelas son lugares donde pensamos lo que no se puede pensar, lo que muchas veces está prohibido pensar, y por lo tanto, se convierten en lugares de libertad.
También hay, en las palabras de Vásquez, un alegato contra la polarización. Esto, señala, se debe a que la literatura puede suspender el prejuicio y favorecer el encuentro, no por su afán conciliador, sino porque nos permite imaginar otras realidades sin la obligación de justificarlas.
“Las novelas nos dan acceso a los secretos más recónditos de las vidas ajenas, pero lo hacen sin hacer daño. Podemos vivir y dejar vivir, sin juzgar al otro”, dice. En tiempos donde el juicio moral parece anteceder la comprensión, esta función cobra especial relevancia.
Quizás por esto el novelista se anime a decir que la ficción es también una forma de justicia.
No de la que dictan los tribunales, sino de la que se escribe con sensibilidad. Contar es una forma de reparar. Y de resistir al olvido. “Las novelas son uno de esos lugares donde mantenemos la memoria de nuestros pueblos, donde rendimos homenaje a la gente que ha sufrido”, señala.”Cada sociedad debe decidir qué pasados merece recordar”.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez reflexiona sobre la construcción del pasado y la memoria colectiva LA NACION