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lunes, junio 30, 2025
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Un nueva borrasca oscurantista amenaza el mundo del conocimiento

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En la vida política de un país, no existe actitud más reaccionaria que reprimir el conocimiento.

Esa es la ofensiva oscurantista que practican Donald Trump con las “universidades rebeldes” en Estados Unidos, Javier Milei en la Argentina, Viktor Orban en Hungría, Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Xi Jinping en China, pero que también efectuaban Brasil durante el gobierno de Jair Bolsonaro, Gran Bretaña en el período post-Brexit y Polonia mientras duró la hegemonía del PiS hasta 2023.

Esa represión del conocimiento no se limita solo a los cortes presupuestarios que practican los gobiernos autocráticos para reprimir la rebelión académica, intelectual y política en las universidades, sino que incluye la censura ideológica, las amenazas de licenciamiento o directamente el despido de investigadores y científicos. El método utilizado por la Casa Blanca fue una purga generalizada promovida por el hombre más rico del mundo, Elon Musk, desde que puso en funcionamiento el Departamento de Eficacia Gubernamental (DOGE), pero que jamás dirigió personalmente. En total, se estima que entre 3.500 y 8.000 científicos o enseñantes fueron despedidos a nivel federal desde la llegada de Trump al poder en siete catedrales universitarias del conocimiento (Stanford, Columbia, MIT, Princeton, John Hopkins, UW y Brown), que también debieron congelar contratos y efectuar recortes de personal.

“Es un ataque contra las ideas más que una ofensiva contra la innovación o la ciencia”, según el astrofísico Nicholas Flagey, que supervisa el programa del telescopio espacial James Webb.

La edición 2025 del Índice de Libertad Académica (AFI en sus siglas inglesas) contabiliza 34 países que registraron un deterioro significativo de las libertades de los investigadores o enseñantes universitarios durante la última década. “Ese tipo de restricciones concierne tanto a las restricciones académicas como a la autonomía de los centros de enseñanza o de investigación científica”, según explica el sociólogo Joan Stavo-Debauge, que estudió en particular el caso polaco y de otros países gobernados por líderes iliberales o autócratas.

Las motivaciones invocadas por el gobierno también incluían acusaciones de antisemitismo provocadas por las protestas propalestinas o en los campus, el proyecto de promover un nacionalismo cultural o religioso, fomentando una educación “patriótica”, control ideológico, abandono de ciencias sociales consideradas “radicales o políticamente comprometidas”.

La cruzada contra el conocimiento, que se intensificó en los últimos 35 a 40 años, no es un fenómeno aislado. Esta nueva ola oscurantista en Estados Unidos comenzó en realidad en 2023 –antes del regreso de Trump al poder– bajo la presión de las iglesias evangélicas más integristas, que desclasificaron de las bibliotecas comunales y estatales 22.500 libros infantiles que abordaban temas históricos, de ciencia, racismo, sexualidad o de género que no respetaban el relato de una América blanca, cristiana y heterosexual.

La historia de la humanidad es pródiga en ejemplos de oscurantismo, como ocurrió en los cinco siglos de la Alta Edad Media posteriores a la caída del Imperio Romano, la Inquisición (1478–1834), la Revolución Cultural china, el fascismo italiano, el nazismo en Alemania o el período estalinista en la URSS, durante los cuales la ciencia permaneció subordinada a la ideología.

Los casos más graves se produjeron en Alemania con la llegada del nazismo al poder. Las purgas contra la “ciencia judía”, lanzadas por motivos raciales y religiosos a partir de 1939, fueron el ejemplo más elocuente de la persecución contra intelectuales y científicos. Estados Unidos fue el principal beneficiario del éxodo de científicos alemanes y de otros países europeos, que tuvieron una participación decisiva en el proyecto Manhattan de fabricación de la bomba A, como Robert Oppenheimer, Niels Bohr, Enrico Fermi o Edward Teller. En otras disciplinas, Estados Unidos acogió al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, al físico más brillante de la era moderna, Albert Einstein o el matemático húngaro John von Neumann, pionero de la computación y las teorías de juego.

Las persecuciones ideológicas de Trump parecen haber puesto en marcha el mismo fenómeno, pero esta vez en dirección inversa. Al menos, 75% de los científicos o investigadores de las grandes universidades norteamericanos “siente la tentación de trabajar en Europa”, según una encuesta de la revista Nature. En razón del clima político que reina en algunas universidades, el gran historiador Timothy Snyder, y los investigadores Marci Shore (especialista de Europa del Este) y Jason Stanley (experto del fascismo) renunciaron a Yale para enseñar en Toronto (Canadá). Las universidades europeas también reciben una fuerte demanda, gracias a la atracción que ejerce el programa Choose Europe, lanzado por la Unión Europea (UE).

El principal riesgo que plantea la guerra cultural promovida por la triple alianza de republicanos conservadores, el electorado MAGA (Make America Great Again) y las iglesias evangélicas integristas es que, a breve plazo, amenaza con poner término a la época de oro de la supremacía tecnológica de Estados Unidos y perder la carrera de la innovación frente a China, condición crucial para mantener el liderazgo mundial.

La clave del éxito norteamericano en innovación tecnológica fue el programa mixto lanzado al final de la Segunda Guerra Mundial por el presidente Franklin D. Roosevelt. Solo el Estado federal contaba con la paciencia y los medios para financiar los primeros grandes proyectos de investigación básica. La industria privada era incapaz de hacerlo sola. “Silicon Valley se convirtió en lo que es ahora gracias a las fortunas colosales que aportó el gobierno, en particular en la industria electrónica de uso militar”, explica la historiadora Margaret O’Mara en su libro The Code: Silicon Valley and the Remaking of America (El Código: Silicon Valley y la reconstrucción de Estados Unidos). No por casualidad, el modelo concebido por Roosevelt fue adoptado por China en los últimos 20 años cuando fijó el objetivo de convertirse en primera potencia mundial en 2050.

Hasta que Trump lanzó su plan de demolición, ningún gobierno norteamericano se había atrevido a cuestionar los fundamentos del conocimiento que forjaron la grandeza de Estados Unidos. No es difícil comprender el impacto geopolítico que puede tener el abandono de esa política.

En 2022, 673.000 millones de las inversiones en Investigación y Desarrollo provinieron del sector privado y 164.000 millones de fondos públicos, según el último informe del Centro Nacional de Estadísticas Científicas y Técnicas (Ncses) publicado en febrero. A su juicio, una reducción del apoyo público de solo 25% se traduciría en un retroceso del PIB del 3,8%, cifra comparable al impacto de la crisis de 2008.

El gran beneficiario de esa situación será China, que multiplicó los esfuerzos en la innovación tecnológica: sus inversiones en I&D (R&D), que hasta el año 2000 representaban 4% del total mundial, ahora totalizan 26%, apenas dos puntos menos que Estados Unidos, según la OCDE. El think tank australiano Strategic Policy Institute reconoce que, gracias a ese esfuerzo descomunal, ahora China domina 37 de las 44 tecnologías críticas que necesita un país para convertirse en potencia dominante.

En ese contexto, la guerra contra el conocimiento entraña siempre graves riesgos políticos. La historia demuestra qué ocurre cuando el poder teme a la verdad, cuando los dogmas persisten en negar las evidencias científicas y cuando los déspotas se sienten amenazados por la complejidad.

En la vida política de un país, no existe actitud más reaccionaria que reprimir el conocimiento.

Esa es la ofensiva oscurantista que practican Donald Trump con las “universidades rebeldes” en Estados Unidos, Javier Milei en la Argentina, Viktor Orban en Hungría, Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Xi Jinping en China, pero que también efectuaban Brasil durante el gobierno de Jair Bolsonaro, Gran Bretaña en el período post-Brexit y Polonia mientras duró la hegemonía del PiS hasta 2023.

Esa represión del conocimiento no se limita solo a los cortes presupuestarios que practican los gobiernos autocráticos para reprimir la rebelión académica, intelectual y política en las universidades, sino que incluye la censura ideológica, las amenazas de licenciamiento o directamente el despido de investigadores y científicos. El método utilizado por la Casa Blanca fue una purga generalizada promovida por el hombre más rico del mundo, Elon Musk, desde que puso en funcionamiento el Departamento de Eficacia Gubernamental (DOGE), pero que jamás dirigió personalmente. En total, se estima que entre 3.500 y 8.000 científicos o enseñantes fueron despedidos a nivel federal desde la llegada de Trump al poder en siete catedrales universitarias del conocimiento (Stanford, Columbia, MIT, Princeton, John Hopkins, UW y Brown), que también debieron congelar contratos y efectuar recortes de personal.

“Es un ataque contra las ideas más que una ofensiva contra la innovación o la ciencia”, según el astrofísico Nicholas Flagey, que supervisa el programa del telescopio espacial James Webb.

La edición 2025 del Índice de Libertad Académica (AFI en sus siglas inglesas) contabiliza 34 países que registraron un deterioro significativo de las libertades de los investigadores o enseñantes universitarios durante la última década. “Ese tipo de restricciones concierne tanto a las restricciones académicas como a la autonomía de los centros de enseñanza o de investigación científica”, según explica el sociólogo Joan Stavo-Debauge, que estudió en particular el caso polaco y de otros países gobernados por líderes iliberales o autócratas.

Las motivaciones invocadas por el gobierno también incluían acusaciones de antisemitismo provocadas por las protestas propalestinas o en los campus, el proyecto de promover un nacionalismo cultural o religioso, fomentando una educación “patriótica”, control ideológico, abandono de ciencias sociales consideradas “radicales o políticamente comprometidas”.

La cruzada contra el conocimiento, que se intensificó en los últimos 35 a 40 años, no es un fenómeno aislado. Esta nueva ola oscurantista en Estados Unidos comenzó en realidad en 2023 –antes del regreso de Trump al poder– bajo la presión de las iglesias evangélicas más integristas, que desclasificaron de las bibliotecas comunales y estatales 22.500 libros infantiles que abordaban temas históricos, de ciencia, racismo, sexualidad o de género que no respetaban el relato de una América blanca, cristiana y heterosexual.

La historia de la humanidad es pródiga en ejemplos de oscurantismo, como ocurrió en los cinco siglos de la Alta Edad Media posteriores a la caída del Imperio Romano, la Inquisición (1478–1834), la Revolución Cultural china, el fascismo italiano, el nazismo en Alemania o el período estalinista en la URSS, durante los cuales la ciencia permaneció subordinada a la ideología.

Los casos más graves se produjeron en Alemania con la llegada del nazismo al poder. Las purgas contra la “ciencia judía”, lanzadas por motivos raciales y religiosos a partir de 1939, fueron el ejemplo más elocuente de la persecución contra intelectuales y científicos. Estados Unidos fue el principal beneficiario del éxodo de científicos alemanes y de otros países europeos, que tuvieron una participación decisiva en el proyecto Manhattan de fabricación de la bomba A, como Robert Oppenheimer, Niels Bohr, Enrico Fermi o Edward Teller. En otras disciplinas, Estados Unidos acogió al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, al físico más brillante de la era moderna, Albert Einstein o el matemático húngaro John von Neumann, pionero de la computación y las teorías de juego.

Las persecuciones ideológicas de Trump parecen haber puesto en marcha el mismo fenómeno, pero esta vez en dirección inversa. Al menos, 75% de los científicos o investigadores de las grandes universidades norteamericanos “siente la tentación de trabajar en Europa”, según una encuesta de la revista Nature. En razón del clima político que reina en algunas universidades, el gran historiador Timothy Snyder, y los investigadores Marci Shore (especialista de Europa del Este) y Jason Stanley (experto del fascismo) renunciaron a Yale para enseñar en Toronto (Canadá). Las universidades europeas también reciben una fuerte demanda, gracias a la atracción que ejerce el programa Choose Europe, lanzado por la Unión Europea (UE).

El principal riesgo que plantea la guerra cultural promovida por la triple alianza de republicanos conservadores, el electorado MAGA (Make America Great Again) y las iglesias evangélicas integristas es que, a breve plazo, amenaza con poner término a la época de oro de la supremacía tecnológica de Estados Unidos y perder la carrera de la innovación frente a China, condición crucial para mantener el liderazgo mundial.

La clave del éxito norteamericano en innovación tecnológica fue el programa mixto lanzado al final de la Segunda Guerra Mundial por el presidente Franklin D. Roosevelt. Solo el Estado federal contaba con la paciencia y los medios para financiar los primeros grandes proyectos de investigación básica. La industria privada era incapaz de hacerlo sola. “Silicon Valley se convirtió en lo que es ahora gracias a las fortunas colosales que aportó el gobierno, en particular en la industria electrónica de uso militar”, explica la historiadora Margaret O’Mara en su libro The Code: Silicon Valley and the Remaking of America (El Código: Silicon Valley y la reconstrucción de Estados Unidos). No por casualidad, el modelo concebido por Roosevelt fue adoptado por China en los últimos 20 años cuando fijó el objetivo de convertirse en primera potencia mundial en 2050.

Hasta que Trump lanzó su plan de demolición, ningún gobierno norteamericano se había atrevido a cuestionar los fundamentos del conocimiento que forjaron la grandeza de Estados Unidos. No es difícil comprender el impacto geopolítico que puede tener el abandono de esa política.

En 2022, 673.000 millones de las inversiones en Investigación y Desarrollo provinieron del sector privado y 164.000 millones de fondos públicos, según el último informe del Centro Nacional de Estadísticas Científicas y Técnicas (Ncses) publicado en febrero. A su juicio, una reducción del apoyo público de solo 25% se traduciría en un retroceso del PIB del 3,8%, cifra comparable al impacto de la crisis de 2008.

El gran beneficiario de esa situación será China, que multiplicó los esfuerzos en la innovación tecnológica: sus inversiones en I&D (R&D), que hasta el año 2000 representaban 4% del total mundial, ahora totalizan 26%, apenas dos puntos menos que Estados Unidos, según la OCDE. El think tank australiano Strategic Policy Institute reconoce que, gracias a ese esfuerzo descomunal, ahora China domina 37 de las 44 tecnologías críticas que necesita un país para convertirse en potencia dominante.

En ese contexto, la guerra contra el conocimiento entraña siempre graves riesgos políticos. La historia demuestra qué ocurre cuando el poder teme a la verdad, cuando los dogmas persisten en negar las evidencias científicas y cuando los déspotas se sienten amenazados por la complejidad.

 La represión de la ciencia y la investigación pone en peligro la supremacía de Estados Unidos  LA NACION